Catorce años teníamos y yo no me había dado cuenta que era un machito.
Todavía me perdía en la adrenalina que me inyectaban los infinitos deportes que practicaba en el club River, todos los veranos y todos los fines de semana cuando empezaban las clases. Mi mamá me mandaba ahí porque no tenía con quién dejarme cuando se terminaba el colegio.
No me mandó a un taller de cerámica, a uno de pintura, a aprender danzas o circo. La mujer no pudo estirar su cerebro al más allá de la sensibilidad y resolvió mi destino (el suyo) a base de cuentas y resultados: diez horas, doble turno, vuelve a las 19, yo también, no está sola, la pileta, el sol. Y me hizo socia de River.
Así que yo tenía catorce años y jugaba al voley como una superdotada, al hand ball como una gacela excitada y nadaba a la velocidad de la luz. Tenía más energía que un camión de Speed pero ya nadie de mi familia se preocupaba por eso: había pasado un lustro desde que la doctora Sara se ponía nerviosa porque yo seguía pesando cinco kilos menos de los que me correspondían por mi edad. Me encerraba a solas en su consultorio para que le dijera la verdad de lo que comía día por día, vamos, que tu mamá no nos escucha, no estás comiendo tanto, no? Una estúpida a quien yo le volvía a repetir la misma lista violenta de comida que le había revelado mi mamá: banana pisada con dulce de leche de desayuno, bife de costilla, pan, Nestún, jamón crudo, fideos de almuerzo y no sé cuántos hidratos más. Por suerte, la doctora Sara se calmó cuando aprendió el término hiperactividad y todos me dejaron de romper las pelotas.
Cuando me vino por primera vez, ni me di cuenta. Es más, ahora, que ya pasaron otros catorce años, no estoy tan segura de que me haya venido ESA vez… Lo que sí recuerdo es que a mí solo me importaba ir a la colonia y seguir ganando partidos con mi amiga Carolina Navarro, quien también tenía catorce pero le había venido a los diez y ya paseaba el lomo de una modelo caribeña. Me llevaba dos cabezas, tenía muslos firmes, la cintura marcada y unas tetas tremendas. Ahora que lo pienso, entiendo por qué la miraban fijo algunos tipos cuando caminábamos en malla hacia la Olímpica.
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Carolina Navarro y yo éramos inseparables. Teníamos envases determinadamente distintos pero había algo que nos hermanaba ante la mirada del resto. Mágicamente, no llamaba la atención que semejante hembrón estuviera todo el tiempo con un fideo amorfo y desteñido como yo. Primero, la destreza en común. Sí: Carolina Navarro y yo éramos las mejores jugadoras de casi todos los juegos. Nosotras dos y Cinthia Ré, la más grande de cinco hermanitos bellísimos que, uno a uno, fueron cayendo en el calendario de la colonia de River.
Carolina Navarro y yo éramos rápidas, fuertes, y lo sabíamos. Casi siempre estábamos juntas en el mismo equipo y no había forma de aplastarnos. También jugábamos al Tinenti. Ese juego que supo llamarse Payanas y que, en las tardes de colonia, durante los noventa, generaba enfrentamientos histéricos entre los chicos del grupo, desparramados en los playones del club. Mi mamá me había cocido las cinco bolsitas con los retazos de una sábana celeste manchada con café y las habíamos rellenado de sal. Pura vanguardia porque, hasta entonces, la onda era llenarlas de arroz. Cuando caí en la colonia con las bolsitas de sal, Carolina Navarro me dio un abrazo largo y una piña en la espalda que coronó el festejo.
Comadres del deporte y sus victorias, esa hembra y esta larva no eran una pareja tan ridícula en River. Porque Carolina Navarro era machona. Yo no, en absoluto, pero ese detalle en ella opacaba la imponencia de su cuerpo tallado por el hombre más baboso del mundo. Hacía que su prematura belleza cayera en la lista de primeras impresiones, a la salud de mis piernas flaquiiiiitas y mis tetas invisibles. Cuando Carolina Navarro desplegaba su camionero interior, ya nadie dudaba de que éramos dos pendejas de catorce años en la peor etapa de la naturaleza femenina. Ella era lógicamente torpe dentro de su metro setenta y pico. Empujaba. Se reía como un fumador de 4370. No sabía hacerse la colita del pelo marrón tan lacio que bordeaba su cabeza. Puteaba como un barrabrava profesional. Y estoy segura que hubiera sido capaz de partirle la cara a cualquier pibito que osara molestarnos. Carolina Navarro tenía un hermano mayor que escuchaba los Redondos y para mí solía caer en cana. Yo intuía que él era su ídolo. Nunca le pregunté pero apuesto a que ella era un poco como él. Nunca fui a su casa pero Carolina Navarro y yo éramos inseparables.
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Yo no tenía idea de mujeres. Una vez, hicimos un baile en la colonia, y me puse un jardinero cortito, de jean blanco con flores azules, y una remera salmón de Flojos boys. Medias tres cuarto blancas, las de fútbol, y unas zapatillas gigantes, número 38, tal cual calzo hoy. Recién esa tarde me di cuenta que había cierta cuestión que yo no estaba atendiendo. No supe claramente cuál, pero tuve la certeza de que me estaba perdiendo algo cuando terminó ese baile y Leonardo Fuentes ni me sacó a bailar ni me pasó por al lado. Cuando miré a las otras chicas y miré mi jardinero floreado. Llegué a contar cinco compañeros con los que Carolina Navarro bailó Guns and Roses.Volví a mi casa aturdida. Mi mamá no se dio cuenta. Festejó otro día de trabajo completo conmigo custodiada en la colonia que, ese martes, me había parecido una mierda.
A la mañana siguiente ya me había olvidado.
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En marzo, cuando arrancaba la escuela y Carolina Navarro desaparecía de mi vida durante los siguientes nueve meses, mis amigas eran quienes ocupaban el rol de femme fatal. Un rol que yo aún no distinguía pero que percibía claramente en mi compañera de verano.
Ahora estábamos en el colegio de monjas, con el uniforme obligatorio. Mi pollera escocesa también es corta, pero no me hace buen culo. Mi camisa blanca es entallada pero no me marca la cintura. Ahora, la que escucha los Redondos soy yo, y no solo sigo pareciendo de doce frente a mis amigas pulposas. Ahora, además, soy rockanrolera. O quiero serlo, entonces me cuelgo pañuelos enrollados en el cuello, y el escudo de Racing cuando jamás fui de la Academia. Y me pongo pantalones Oxford con remeras batic para ir a bailar a La Negra con mi amiga Gabi Fagnilli, que no es del colegio; ella va al Buenos Aires. Y las dos sabemos canciones que María Noel, Yanina, Soledad y Flavia no aprenderían jamás. La que escuchaba “buena música” era yo, pero las que tenían tetas eran ellas. Y, es así, lo lamento, pero hay un momento en la vida de una chica en el cual lo único que importa, lo único que te hace fuerte ante la duda de un canchero que te gusta, aquello que te incita a ir a bailar cuando tenés un grano en el medio de la frente, el arma, el escudo, son tus tetas. Un buen par de pechos tupidos, redondos como dos lunas llenas que asoman sobre el balcón privado pero en ebullición de tu escote. Ay, sí, y ponerte una remera de tu hermano mayor y que se te levante justo en esa parte. Usar una bikini que te las junte en una línea vertical que late al ritmo de tus pasos sobre la arena. Ir a una fiesta con un strapless de cuero negro, un vestidito sin mangas que se sostiene solo sobre tus tetas, bien apretado sobre el cuerpo como si hubieras nacido con él. Y bailar con los brazos en alto, tranquila de que no, no se va a caer, y mirá cómo saltan y se mueven mis tetas de budín de pan mientras cantamos una que sabemos todos.
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Llegué del colegio. Son las dos y media de la tarde. En mi casa no hay nadie, mi mamá está trabajando, igual que mi papá. Mi hermana me lleva casi seis años y, en este momento de nuestras vidas, me odia, no me da ni pelota.
Estoy preocupada. Mientras me caliento la comida, pienso en el fin de semana. En el sábado pasado que jamás voy a olvidar. En la reveladora imagen que me devolvió el espejo de esa ventana del 107, cuando volvía de River. La sombra de mi cuerpo diagramado sobre el vidrio transparente: mi cuello largo, estirado; los trapecios de mi espalda tensos; y un brazo en alto, agarrado del caño del bondi. Entonces me vi. Mi bíceps era el de un boxeador experimentado, Mike Tyson, un levantador de pesas. Por un segundo me reconocí en el cuerpo de una nadadora hermafrodita, en la masa de músculos de un fanático del gimnasio. No era una chica. Y me quise morir.
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Leí en un horóscopo las chicas de Leo florecen después de los veinte y casi me agarra un infarto. ¿Cómo que después de los veinte? No puede ser. ¡Falta un montón! Entré en una desesperación demoledora. Me corrí el pelo de la cara y sentí mi frente transpirada. Los veinte, para mí, eran como los cincuenta. No sabía a quién contarle… ¡Tengo 17 y la vida es ya! No podía seguir esperando. Odiaba esa sentencia pero, la verdad, hasta el momento, no había encontrado otra explicación para mi desarrollo estancado que ser de Leo. Porque, si bien me di cuenta tarde, hacía años que yo venía en desventaja del resto de mis amigas, desdoblando más simpatía que sexualidad mientras me enamoraba de varios. Los veinte me parecían una eternidad y cumplir años el 30 de julio se sumó, ese mismo día, al inventario de culpas que, más tarde, le fui a cobrar a mi mamá.Y de repente, cuando tenía 18, amanecí crecida. Me desperté con un cuerpo distinto. Con las curvas de una mujercita en la periferia de mi cintura. Con las piernas espigadas, femeninas, y un culito que prometía. No me habían salido las tetas de Flavia Mazzitelli pero, finalmente, gozaba de un diámetro digno en mi delantera. Un sueño, una condena, cómo saberlo tan temprano. Un milagro que yo ya no esperaba me dibujó una sonrisa y más secretos en ese cuerpo andrógino que casi había aceptado. Me fui a bañar y me quedé en bolas durante veinte minutos frente al espejo. Me paré sobre el videt y me observé centímetro por centímetro. El vapor del agua caliente le regalaba densidad a la imagen que se imponía hasta en los azulejos del baño. Y supe que nunca antes había visto a una mujer.
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Todavía no me crecieron las tetas tanto como quisiera pero yo me inventé un discurso. Digo que las quiero así como son, humildes pero con buen diseño. Y me hago la canchera porque sé que las tengo redondas y paradas. Y mis amigas se ríen y los hombres no entienden y yo pienso en mi hermana… Una reina, una madre de 32 años que con un metro y medio de altura y una fachada más chata que una tapa contra el piso fue al médico para operarse y le dijo al cirujano póngame lo máximo que se pueda poner. Y así fue.