La chica quiere pero no se anima. Está sentada frente a su PC, releyendo el mail una y otra vez. Piensa que no hay nada mejor que cortar las horas de trabajo con buenas charlas cibernéticas. Esa conversación la empezó ella después de siete días de ningún contacto. Ahora mira el reloj.
Todavía le queda media tarde de analizar encuestas, pero no se preocupa porque ella es muy buena para dedicarse a más de dos o tres tareas a la vez: elaborar un informe, actualizar la base de datos y charlar por Internet, por ejemplo. Estira su mano derecha hacia el mouse, hace click en Enviados y es su propio correo el que vuelve a leer. Sonríe. Cree que estuvo bien, pero esa convicción le dura lo mismo que la sonrisa espontánea. Pasó una semana desde la última vez que se vieron, aquel jueves, tan temprano. Fue un encuentro cósmico como cada desayuno, y, como siempre, se autodestruyó apenas él cruzó la puerta del edificio. El pacto era así y ninguno quería cambiarlo. Al principio, por la inexplicable certeza de que alcanzaba con estar compartiendo algo puro y emocionante durante una mañana completa. Después de seis meses, porque mejor así…
La chica mandó el segundo mail de la reciente charla con él hace 20 minutos, y su Bandeja de entrada todavía tiene los mismos 249 mensajes. Se está por morder las uñas pero no lo hace. A cambio, se suena los dedos de su mano izquierda. Todos. Crac crac crac crac crac crac. Uno por uno. Se siente una estúpida: ella, que a sus 29 años se cree tan centrada. Ella que nunca se arrebata ante las imprecisiones de un hombre que le gusta. Ahora busca distraerse leyendo recetas de postres por Internet, con la esperanza de volver a Yahoo! y encontrar la respuesta que espera. Ella quiere escribirle de nuevo pero no se anima.
-Toc, toc. ¿Podés chatear?
-Sí. ¿Qué pasa, amiga?
-20 minutos ¿es mucho o poco?
-Depende. ¿Adónde llegás tarde esta vez?
-No me contestó.
-Ah. ¿Un mail? Quizás está trabajando y no puede. O hablando por teléfono. O en el baño.
-Se supone que esas hipótesis no están alcanzando si una chica lógica como yo te hace una pregunta tan idiota: nena, yo nunca me pongo nerviosa por estas cosas, pero ahora… No sé qué me pasa.
-Escribile de nuevo.
-Estás loca. Mirá a quién le vengo a contar... A la mujer que más impulsos tiene por minuto.
-Es que vos te hacés preguntas… ¿Cuántas de esas dudas extrañas tenés? Decímelo.
-¡Vos decime!
-¿Qué cosa?
-Si 20 minutos es mucho o poco.
-En 20 minutos podés llegar de Villa Urquiza a Retiro en tren, o demorarte en bajar cuando te tocan el timbre.
-Ok. Es mucho. Gracias, licenciada.
-De nada. Cuando guste.
Y se queda pensando… La chica escribe una lista mental de todas las cosas que podría hacer en 20 minutos para calcular si, finalmente, es mucho o poco tiempo. Es un método que suele aplicar para controlar su ansiedad, pero jamás lo había usado para medir algo así. Era cierto: a ella nunca la desesperaban estas cuestiones del amor. Ni por mail, ni por texto, ni por teléfono. Pero ahora…
-Che, si le mando otro mail, gracioso, ponele... ¿quedo muy desesperada?
-Si de verdad tenés ganas, mandalo.
-¿Podrías hacerme una sugerencia menos hippie?
-Vos tenés el espíritu más hippie que conozco, amiga.
-No me funciona para estas cosas. Vos me das respuesta de manual de autoayuda y yo, hoy, me siento de 15 años.
-Qué linda.
-Qué zorra.
La chica se levanta de su escritorio y baja a fumar un cigarrillo a la puerta. Los cinco minutos que le lleva esa tarea son mágicos: a ella le encanta observar cómo late el Microcentro cuando el sol se va alejando. Aplasta la colilla contra el suelo y, como siempre, se dice: “ya lo voy a dejar”. Sube a la oficina. Una ventana del chat titila, naranja, en su monitor.
-Hablame que estoy aburridaaaaaa No entra nadie a este local…
-Pero esto me dice que estás ocupada. Que no te interrumpa.
-Haceme caso a mí, por favor, no al chat.
-¡No puedo hacer nada! Me odio. Creí que tenía todo bajo control y resulta que no soporto que el tipo no me responda un mísero mail. Dígame, licenciada ¿qué tengo? No, mejor no. Dígame solo si es grave…
-En teoría, no. Bienvenida a las universales dudas femeninas. Todas de la categoría de: “¿Me pongo pollera o pantalón?”, “¿Dos de azúcar o tres?”, “¿Me llevo los verdes o los azules?” Hay miles…
-Tengo un par de esas, pero la de “¿Le escribo o no le escribo?” me parece patética. Sabe una cosa, licenciada. Tengo ganas de confiarle un descargo secreto.
-Oh oh, se viene…
-En serio. Me gustaría hablarle de un deseo profundo que me va a hacer explotar.
-No, amiga, ¡por favor!
-Déjeme que le explique.
-¿Pero qué le querés decir?
-¡A él no, licenciada! A Dios-Sananda-Mahoma-Buda- Mazinger Z.
-Escupa.
-En el fondo de mí, les deseo dos cosas a los tipos. A todos los hombres del mundo: ojalá que al menos una vez en la vida, una puta vez, se encuentren ellos dudando histéricos de responder o no responder; de decirle A o B. Que sufran la espina de aquel mail que aún no llega con lindas palabras, y que, mientras esperan, ahogados, elaboren cálculos kilométricos que le indiquen cuán estúpido fue lo que ellos escribieron y ahora cómo la arreglo. Que golpeen su puño contra la mesa, que se pasen las manos nerviosas por el pelo, de la incertidumbre, del castigo. Y, sobre todo, licenciada, sobre todo, ojalá que al menos por diez minutos, solo diez minutos, sientan vergüenza tortuosa de sí mismos. Vergüenza de no poder dejar de hacer click en el botón Refrescar de Yahoo!. La segunda cosa es que se depilen con cera.
-Asesina...
-Boluda, me respondió!
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Publique