Clones

Se me rompió el taco del zapato derecho justo antes de bajar a la estación de subte. Era lunes y las seis y media de la tarde. Lo único que evitó que insultara a viva voz fue que al día siguiente era feriado y yo no trabajaba. Me agarré de la baranda y, con cuidado, bajé las escaleras.

Como todas las tardes hábiles, me sumergí en las profundidades del microcentro porteño, en los pasillos de la línea D. Catedral siempre está repleta de gente ansiosa por ganarse un asiento en el vagón que sea. La lucha es despareja pero yo, que compito hace cinco años, ya encontré una forma de aumentar mis posibilidades: reconozco en qué lugar del andén debo esperar para que me caiga de frente la puerta abierta del subte, apenas se frena el tren. Una estrategia geográfica.
Uno a cero: con el taco roto y todo, entré primera al vagón y no me gané un asiento, lo elegí.

A mi derecha se sentó un cura y a mi izquierda, una señora culona. De frente no veía quién viajaba, pues entre ambas filas de asientos se interponía un rebaño de hombres, mujeres y niños que, apretados, también compartían el vagón.
Generalmente, yo leo mientras viajo, sobre todo en el subte. Pero esa vez venía cansada de un día de trabajo agobiante. La voz de mi jefa todavía me zumbaba en la cabeza: “Lucía ¿ya estamos?”. No tenía ganas de leer una historia sino de inventarme la mía propia. Quería pasarme los próximos treinta minutos en ese subte imaginando cómo molía a trompadas a Paola Vasconcelos, gerenta del área de Marketing de una de las tabacaleras más grande del mundo, mi jefa directa. Así estuve durante veinte minutos, arrancándole mechón por mechón, hasta que me distraje mirando la fila de asientos de enfrente. Llegábamos a Scalabrini Ortíz y el vagón estaba mucho más vacío.

Me distraje porque, exactamente delante de mí se sentaban dos chicas completamente iguales que parecían no conocerse, aunque yo no estuviese segura de que no se conocieran: era prácticamente imposible que dos hermanas gemelas no se hubieran visto antes. Porque eso parecían, dos gotas de agua. Dos gotas de agua que no se hablaban y estaban sentadas a un hombre de distancia. Debían tener unos 17 años y el mismo marrón del pelo, color chocolate. Ondulado, rebajado y pasando los hombros. Las dos usaban exactamente el mismo flequillo, una para cada lado. De sus caritas adolescentes sobresalía la misma nariz turca, y los ojos, como almendras, se recortaban delineados. Las dos tenían labios cortitos y la pera larga. Yo no podía creer la sucesión de similitudes físicas entre ellas a tal punto de que -varias veces- revisé no estar con la boca abierta en medio del subte y en hora pico.
Seguí comparándolas y cada vez era peor: vestían la misma ropa y los mismos accesorios pero de diferente estilo.

Mientras una usaba un bolso cruzado color rosa y amarillo pastel, la otra cargaba, también cruzado, uno igual de largo pero todo negro y con estrellitas rojas. Las dos iban escuchando música de mp3. Me arriesgo a decir que la del bolso rosa estaba copada con Sin Bandera, mientras la otra vibraba con Calle 13 o Good Charlotte.
Me puse nerviosa. Empecé a preguntarme si acaso no era posible que todos tuviéramos un clon perdido por ahí. Porque estas chicas podrían no ser dos gemelas que no se llevaran tan bien pero que estuvieran yendo al mismo destino; la casa de una amiga del colegio, tal vez. Eran exactamente iguales pero, por algo, yo tenía dudas… Así, retomé mi antigua teoría de los clones y analicé la posibilidad de que realmente existiera otro igualito a uno en cualquier parte del mundo.

Pero como en el mundo somos tantos se tornaba casi imposible que, periódicamente, alguien se encontrara con su equivalente: uno podría vivir en Palomar y el otro en Sitges, España. ¡Podríamos estar toda la vida sin encontrarnos a nuestro clon! Por algún motivo, sentí pena. Una de las chicas empezó a mandar mensajes de texto, la otra tocaba su mp3 y yo pensé en mi clon. Imaginé cómo sería encontrarla en el subte. Me pregunté si yo misma me daría cuenta o sería imperceptible para mí también que una desconocida y yo fuéramos completamente iguales. Casi me paro a preguntárselo a las chicas: ¿Chicas, ustedes saben?, iba a intimarlas, pero no.

Porque tal vez sea parte de la teoría que dos clones jamás se reconocen aunque el resto de las personas perciban semejante equivalencia, y aunque cada una pudiera reconocer otros dos clones que, claro, tampoco se reconocerían entre sí. Entonces me puse paranoica y revoleé mis ojos hacia los dos costados. Izquierda, derecha, me latía el corazón muy fuerte. Las dos chicas se bajaron en la misma estación pero salieron del subte por puertas distintas. No se hablaron. Yo me puse una mano en el pecho. Faltaba poco para José Hernández y todavía quedaban algunos pasajeros. Éramos alrededor de treinta en ese vagón. No podía calmarme. Desesperada, seguí buscando a mi pandam. Pensé en mi amigo pintor, El Viejo, quien una noche me reveló el secreto de un buen retrato: que el artista descifre en cada rostro aquel único rasgo –ú-ni-co-ras-go- que lo caracteriza. Y dijo que el mío es el temperamento de mis pómulos por esa profundidad que hay entre mis ojos y mi nariz. Me toqué la nariz. Revisé minuciosamente a cada mujer que viajaba conmigo con la esperanza de encontrarla y la certeza de estar perdiendo el tiempo. No tenía pistas. No sabía de nadie que alguna vez lo hubiera logrado. Pero estaba segura de una sola cosa: mi clon jamás usaría tacos.