-1-
Nadie hace mejores nudos de corbata que Marcos Lorenzutti. En uno, dos, tres pasos -sin margen de error-, garabatea un lazo impecable. Lo hace perfectamente desde aquel domingo por la mañana en el que iba a recibir su Primera Comunión, en la Iglesia Santa Rita: Lorenzuttti tenía diez años y acababa de descubrir su mayor talento. Ahora, a un día de haber cumplido 33, Marcos Lorenzutti se para frente al espejo oculto en su placard y, con sus delicadas manos, despliega su gracia sobre su corbata púrpura. En uno, dos, tres pasos se observa impecable en su traje gris oscuro. Lo usa de lunes a viernes, de 12 a 19, y es casi una insignia. En la agencia, ese es el uniforme.
A Marcos Lorenzutti le entretiene su trabajo. Después de cinco años, todavía encuentra algo misterioso en aquella faena casi clandestina. Entró a la empresa de casualidad: un aviso del diario pedía hombres serios, empáticos y con experiencia en atención al cliente que residieran en zona sur. Lorenzutti siempre vivió en Quilmes. Luego de 14 meses ingresando facturas en la administración de una concesionaria de autos, no dudó en presentarse. Al día siguiente, era el primero de la fila de postulantes. Hacía frío. A las nueve de la mañana, una hora y media después de esperar, lo entrevistaron. Una mujer madura, alta y refinada lo recibió en su oficina. Marcos caminó cuatro pasos hasta el escritorio. Se distrajo con el perfume denso del lugar y con el pelo rojo, lacio y corto de la dama. Disimuló. Respiró. Y le extendió su mano: “Buenos días”, la saludó. Y se sentó frente a ella. La mujer sonrió levemente pero no dijo nada.
Nunca tuvo nervios en las entrevistas laborales pero, esta vez, Marcos Lorenzutti los sentía recorrer claramente por sus venas: creía estar en desventaja por no saber exactamente de qué se trataba el puesto. Como si le hubiera leído la mente, la mujer comenzó a darle pistas. “Este es un trabajo especial, muy solitario, para nada metódico”, le adelantó. Y dijo que la base era el trato con la gente y la predisposición a escuchar. Que había que visitar algunas personas por día y nada más. Que tendría jornadas más duras que otras pero que, en general, todos los casos eran similares. Marcos la seguía sin entender bien, pero no lo demostraba. La mujer hizo una pausa breve, guardó el pelo rojo furioso detrás de su oreja derecha y le dijo, firme: “Esto no es para cualquiera”. Y le preguntó a qué se dedicaba. Lorenzutti estaba tan entusiasmado que detalló sus tareas en la concesionaria de autos con obstinada precisión. Hablaba pausado, tranquilo, y movía sus manos a tiempo, como si estuviera contando una gran historia. Exageró lo justo la parte del trato con terceros: compañeros, proveedores, y consumidores ofendidos por algún error administrativo, y recordó con aires de satisfacción lo feliz que había terminado aquella discusión con un cliente verdaderamente irritado que no había recibido su descuento en promoción. Después dijo que vivía en Quilmes. Y sonrió. La mujer permaneció atenta durante todo el relato. Observó sus gestos, midió su tono apacible y su distancia correcta. Inesperadamente, le preguntó si estaba en pareja. Lorenzutti, descolocado, respondió que no. “¿Desde hace cuánto?”, siguió ella. “Un año y medio”, dijo él. “¿Ella lo dejó?”, quiso saber. “Sí”, confesó él. “Perfecto”, sentenció la mujer. La entrevista duró cuarenta minutos más. Marcos se enteró con detalles de qué se trataba el empleo. Jamás se imaginó capaz de llevarlo a cabo pero, mientras escuchaba a la dama de pelo rojo, se tenía cada vez más fe. No hizo demasiadas preguntas. La mujer fue muy clara aunque le prometió una capacitación. Y a las 10. 30 de la mañana, Marcos Lorenzutti salía de su nuevo empleo, directo al correo, a mandar su telegrama de renuncia a la inefable concesionaria de autos. Afuera todavía hacía frío y un hombre caminaba hacia la fila de candidatos para avisarles que el puesto ya estaba cubierto.
-2-
A Marcos no le entusiasma cumplir años aunque jamás se niega a los festejos que le organiza su novia. Amaneció cansado esa mañana pero no le importó. La noche anterior había sido casi eterna, y la jornada de trabajo a cumplir era sorpresivamente corta. Cuarenta minutos antes del mediodía y Marcos Lorenzutti hace un último chequeo frente al espejo. Le imprime un beso a la frente dormida de Irina y sale a cumplir su primera y última tarea del día. Sube a su modesto auto y arranca.
En el camino, piensa en los tres deseos que pidió este año. No está seguro de que se cumplan pero, igualmente, hizo el intento. Y se vio de nuevo cerrando los ojos frente a la torta pomposa, a oscuras, abrumado por los gritos de sus siete amigos y los templados aplausos de su novia. A las diez y media de la noche anterior, Marcos Lorenzutti soplaba 33 velas amarillas. Sus siete amigos le tocaron el timbre a las diez y juntos se pasaron las horas de luna bebiendo Malbec y picando las delicias que Irina había cocinado. Después de cortar la torta, ellos -los siete- le dieron el regalo: un par de zapatos azules “para que use con el elegante traje de trabajo”. Irina le obsequió un álbum de fotos casero de sus mejores momentos juntos. Cuando se lo entregó, casi llora pero Marcos no lo registró. Estaba realmente emocionado. Sin embargo, a la madrugada, cuando Irina y él se quedaron solos, algo le hizo sentir que las cosas entre ellos estaban raras. Ninguno lo dijo. Ella se durmió angustiada, intentando parecer bella, y él cerró sus ojos rumeando preocupación. Era otoño. Llovió hasta la madrugada.
-3-
En diez minutos comienza su tarea. Marcos está listo, Lucio Garzone, no. El ingeniero industrial no sabe –no tiene la menor idea- cómo va a devenir su día. Alrededor de las doce, cuando crea que caminará tranquilo hasta el garage donde guarda su auto, cuando calcule que se subirá y emprenderá viaje hacia su estudio mientras se pasa quince minutos haciendo zapping en la radio; justo cuando Lucio Garzone crea que hará lo de todos los jueves al mediodía, Marcos Lorenzutti habrá cambiado sus planes.
-“Disculpe, Garzone, ¿no?”, lo interviene. -“Sí, y ¿usted es?”, le responde sorprendido. -“Tengo que hablarle ahora. Es importante”, le advierte Marcos. -“No puedo. Me esperan, pero dígame en qué lo puedo ayudar.” Lucio Garzone tiene 37 años y un ego muy amplio. Mira, canchero, a Lorenzutti en su impecable traje gris, y esa corbata púrpura que lo hace tan elegante como mafioso. El ingeniero cree haberse cruzado con un fanático capaz de perseguirlo para contratar su servicio, su mente creativa tan bien cotizada, para levantar un nuevo y monstruoso emprendimiento. -“Tengo un mensaje urgente para usted, Garzone. Deje su auto aquí y vamos a tomar un café”, dice Marcos. “Le aseguro que será rápido”, le promete. El ingeniero acepta para sacárselo de encima. Cruzan la calle juntos. Se sientan en el bar de la esquina de Armenia y Nicaragua. El mozo les trae, sin preguntar, un cortado y una lágrima. -“Dígame pronto qué pasa porque estoy apurado. Después puede seguir el tema con mi secretaria”, se adelanta Garzone. Luego saca su Blackberry del bolsillo. Marcos se lo tapa con la mano y lo mira fijo a los ojos. Hace silencio. El ingeniero no entiende. -“Miranda se fue de su casa”, dispara Lorenzutti.
-¿Qué? ¿De qué habla? -No quiere verlo nunca más. Hace media hora una mudadora retiró sus pertenencias de la casa que comparten, sigue Marcos. -¿Quién es usted? Marcos bebe el cortado. -¡¿Quién es usted?!
-Soy el encargado de darle este mensaje: su matrimonio terminó, Garzone. El ingeniero se pone tenso pero en el fondo, no le cree. ¿Qué mujer lo dejaría? ¿Por quién más?, se repite por dentro. Nunca pensó que Miranda sería la primera. El la había engañado decenas de veces pero ella no lo sabía. Pocas veces le prestaba atención y compartía sus intereses sólo cuando a él le convenía. Así y todo, hacía tres años que el ingeniero creía tener su matrimonio bajo control disfrazado de joyas brillantes y cenas caras. “¿Por qué debería creerle?”, le dice a Marcos. Con aires de grandeza, se lo dice.
-Su esposa me contrató para que se lo dijera por ella. Este es un servicio muy exclusivo del que pocos hablan. Me pagó para que le avise que desde hoy usted vive solo, ingeniero. Y para que le devuelva estas llaves. Marcos deja el manojo sobre la mesa de bar, se para y se va. Garzone se queda solo. Mudo. Con su lágrima fría.
Después de cinco años en este trabajo, Lorenzutti no se conmueve con nada. Este había sido uno de los tantos casos en los que el cliente -Miranda- había pagado el mínimo servicio de la agencia: dejar a su pareja por ella, sin preámbulos, ni explicaciones, ni contención alguna. Sin calcular la hora del día, ni posibles detalles, ni pañuelos descartables. Por su experiencia, Marcos entendía que se trataba de clientes muy dolidos, emocionalmente agotados, y de “dejados” bastante miserables. Tanto como para que quienes accedan al servicio no elijan pagar una tarifa un poco más completa, como la que contrató un joven escritor de historietas. El muchacho solicitó que por favor emborrachen a su novia para darle la noticia. Así que, Lorenzutti fue a buscar a “la dejada” con una botella de Jack Daniels que ella acabó en dos horas, al ritmo de su tormento.
La agencia ofrece variedad y sus empleados están preparados para todo. Pero dejar a alguien podía ser uno de tantos ítems del contrato, según el grado de enojo que tenga el cliente. O el grado de compasión. Algunos sufren profundamente al tomar esa decisión y se sienten mucho más cretinos por no tener el valor de hacerlo ellos mismos. Otros quieren que “el dejado” sufra lo mismo que ellos padecieron por su culpa. Y unos pocos quieren separarse, no asesinar a su pareja. Tal como lo pidió explícitamente esa señora tan gentil de Caballito. Delia quiso dejar a su esposo después de treinta años de casados pero no se animó a hacerlo sola. Una amiga le contó de la agencia y una tarde, sin pensarlo, Delia llamó. Marcos –otra vez él- fue el encargado de concretar su pedido. Todavía recuerda la planilla de datos que muy fehacientemente rogaba por la salud emocional y física del marido. Así que Lorenzutti visitó a Héctor, en su taller, a las cuatro de la tarde, justo antes de la siesta. Golpeó la puerta y se presentó muy cordialmente. Tal es así, que Héctor no dudó en hacerlo pasar. Estuvo hablando con él durante media hora, del taller, de los cuadros, de cualquier cosa. Hasta que Marcos –un profesional- se dio cuenta que era el momento indicado. Con mucho tacto, sentó al pintor en un sillón cómodo y le explicó el deseo de Delia. Lorenzutti nunca va a olvidarse lo mal que se puso ese hombre y la dedicación que él sumó a su tarea. A pedido de la clienta, se quedó con Héctor durante una hora más, respondiendo sus dudas y escuchándolo llorar. Recién cuando lo notó más tranquilo, lo acompañó hasta lo de su hermano y se fue. Delia había pensado en todo. O en casi todo. El único detalle fue que era domingo y, para Marcos, dejar a alguien ese día de la semana debería estar prohibido por la Constitución Nacional.
-4-
Ahora vuelve a la agencia para hacer el reporte. Mientras maneja, registra que los últimos servicios habían sido contratados por mujeres, dato nuevo para lo que históricamente marcaban las estadísticas. En la oficina, se encuentra con cuatro de sus cinco compañeros, todos de uniforme. Comparten brevemente sus casos y como siempre, todos le halagan el nudo de su corbata. “¡Uno, dos, tres!”, le grita uno de lejos, mientras hace el gesto sobre su cuello. Lorenzutti agradece y los saluda agitando su brazo bien alto. Los cuatro se ríen. Marcos también. Está de buen humor: piensa ir a buscar a Irina al trabajo e invitarla a tomar un café antes de llevarla al cine. Hace tiempo que no pasan una tarde juntos.
Firma, hora y fecha completas: el reporte está listo y él se prepara para retirarse.
Mientras baja las escaleras de la agencia, recibe un mensaje de texto. “¿Vas para casa?”, le pregunta su novia. El responde que no y le cuenta su plan. “Mejor andá directo para allá”, dice el siguiente texto de Irina. “No me siento bien”, se despide. Lorenzutti acata el pedido y maneja hacia su departamento. Decide parar en el camino y comprarle flores. Imagina que la harán sentirse mejor de la gripe, o el dolor de cabeza, “lo que sea”, piensa él. Al fin llega a su casa temprano y con un inmenso ramo de fresias multicolores. Sube el ascensor. Se mira en el espejo durante el viaje. Mira las flores. Ahora se baja y mete las llaves en la puerta pero la encuentra abierta. Sonríe: Irina debe estar allí. Marcos esconde el ramo detrás de su espalda y entra al departamento sin hacer ruido. Sonríe de nuevo. Cierra la puerta despacio. Respira hondo y camina lentamente hacia el comedor. Sentado en la mesa grande, un hombre de traje gris oscuro y corbata púrpura lo espera con un café caliente. Lorenzutti empieza a temblar y suelta las fresias. Se siente mareado. Mira su reloj: siete y cuarto; 22 de mayo. Sabe que va a morir de amor pero, de algún modo, se siente afortunado: al menos hoy no es domingo.
En diez minutos comienza su tarea. Marcos está listo, Lucio Garzone, no. El ingeniero industrial no sabe –no tiene la menor idea- cómo va a devenir su día. Alrededor de las doce, cuando crea que caminará tranquilo hasta el garage donde guarda su auto, cuando calcule que se subirá y emprenderá viaje hacia su estudio mientras se pasa quince minutos haciendo zapping en la radio; justo cuando Lucio Garzone crea que hará lo de todos los jueves al mediodía, Marcos Lorenzutti habrá cambiado sus planes.
-“Disculpe, Garzone, ¿no?”, lo interviene. -“Sí, y ¿usted es?”, le responde sorprendido. -“Tengo que hablarle ahora. Es importante”, le advierte Marcos. -“No puedo. Me esperan, pero dígame en qué lo puedo ayudar.” Lucio Garzone tiene 37 años y un ego muy amplio. Mira, canchero, a Lorenzutti en su impecable traje gris, y esa corbata púrpura que lo hace tan elegante como mafioso. El ingeniero cree haberse cruzado con un fanático capaz de perseguirlo para contratar su servicio, su mente creativa tan bien cotizada, para levantar un nuevo y monstruoso emprendimiento. -“Tengo un mensaje urgente para usted, Garzone. Deje su auto aquí y vamos a tomar un café”, dice Marcos. “Le aseguro que será rápido”, le promete. El ingeniero acepta para sacárselo de encima. Cruzan la calle juntos. Se sientan en el bar de la esquina de Armenia y Nicaragua. El mozo les trae, sin preguntar, un cortado y una lágrima. -“Dígame pronto qué pasa porque estoy apurado. Después puede seguir el tema con mi secretaria”, se adelanta Garzone. Luego saca su Blackberry del bolsillo. Marcos se lo tapa con la mano y lo mira fijo a los ojos. Hace silencio. El ingeniero no entiende. -“Miranda se fue de su casa”, dispara Lorenzutti.
-¿Qué? ¿De qué habla? -No quiere verlo nunca más. Hace media hora una mudadora retiró sus pertenencias de la casa que comparten, sigue Marcos. -¿Quién es usted? Marcos bebe el cortado. -¡¿Quién es usted?!
-Soy el encargado de darle este mensaje: su matrimonio terminó, Garzone. El ingeniero se pone tenso pero en el fondo, no le cree. ¿Qué mujer lo dejaría? ¿Por quién más?, se repite por dentro. Nunca pensó que Miranda sería la primera. El la había engañado decenas de veces pero ella no lo sabía. Pocas veces le prestaba atención y compartía sus intereses sólo cuando a él le convenía. Así y todo, hacía tres años que el ingeniero creía tener su matrimonio bajo control disfrazado de joyas brillantes y cenas caras. “¿Por qué debería creerle?”, le dice a Marcos. Con aires de grandeza, se lo dice.
-Su esposa me contrató para que se lo dijera por ella. Este es un servicio muy exclusivo del que pocos hablan. Me pagó para que le avise que desde hoy usted vive solo, ingeniero. Y para que le devuelva estas llaves. Marcos deja el manojo sobre la mesa de bar, se para y se va. Garzone se queda solo. Mudo. Con su lágrima fría.
Después de cinco años en este trabajo, Lorenzutti no se conmueve con nada. Este había sido uno de los tantos casos en los que el cliente -Miranda- había pagado el mínimo servicio de la agencia: dejar a su pareja por ella, sin preámbulos, ni explicaciones, ni contención alguna. Sin calcular la hora del día, ni posibles detalles, ni pañuelos descartables. Por su experiencia, Marcos entendía que se trataba de clientes muy dolidos, emocionalmente agotados, y de “dejados” bastante miserables. Tanto como para que quienes accedan al servicio no elijan pagar una tarifa un poco más completa, como la que contrató un joven escritor de historietas. El muchacho solicitó que por favor emborrachen a su novia para darle la noticia. Así que, Lorenzutti fue a buscar a “la dejada” con una botella de Jack Daniels que ella acabó en dos horas, al ritmo de su tormento.
La agencia ofrece variedad y sus empleados están preparados para todo. Pero dejar a alguien podía ser uno de tantos ítems del contrato, según el grado de enojo que tenga el cliente. O el grado de compasión. Algunos sufren profundamente al tomar esa decisión y se sienten mucho más cretinos por no tener el valor de hacerlo ellos mismos. Otros quieren que “el dejado” sufra lo mismo que ellos padecieron por su culpa. Y unos pocos quieren separarse, no asesinar a su pareja. Tal como lo pidió explícitamente esa señora tan gentil de Caballito. Delia quiso dejar a su esposo después de treinta años de casados pero no se animó a hacerlo sola. Una amiga le contó de la agencia y una tarde, sin pensarlo, Delia llamó. Marcos –otra vez él- fue el encargado de concretar su pedido. Todavía recuerda la planilla de datos que muy fehacientemente rogaba por la salud emocional y física del marido. Así que Lorenzutti visitó a Héctor, en su taller, a las cuatro de la tarde, justo antes de la siesta. Golpeó la puerta y se presentó muy cordialmente. Tal es así, que Héctor no dudó en hacerlo pasar. Estuvo hablando con él durante media hora, del taller, de los cuadros, de cualquier cosa. Hasta que Marcos –un profesional- se dio cuenta que era el momento indicado. Con mucho tacto, sentó al pintor en un sillón cómodo y le explicó el deseo de Delia. Lorenzutti nunca va a olvidarse lo mal que se puso ese hombre y la dedicación que él sumó a su tarea. A pedido de la clienta, se quedó con Héctor durante una hora más, respondiendo sus dudas y escuchándolo llorar. Recién cuando lo notó más tranquilo, lo acompañó hasta lo de su hermano y se fue. Delia había pensado en todo. O en casi todo. El único detalle fue que era domingo y, para Marcos, dejar a alguien ese día de la semana debería estar prohibido por la Constitución Nacional.
-4-
Ahora vuelve a la agencia para hacer el reporte. Mientras maneja, registra que los últimos servicios habían sido contratados por mujeres, dato nuevo para lo que históricamente marcaban las estadísticas. En la oficina, se encuentra con cuatro de sus cinco compañeros, todos de uniforme. Comparten brevemente sus casos y como siempre, todos le halagan el nudo de su corbata. “¡Uno, dos, tres!”, le grita uno de lejos, mientras hace el gesto sobre su cuello. Lorenzutti agradece y los saluda agitando su brazo bien alto. Los cuatro se ríen. Marcos también. Está de buen humor: piensa ir a buscar a Irina al trabajo e invitarla a tomar un café antes de llevarla al cine. Hace tiempo que no pasan una tarde juntos.
Firma, hora y fecha completas: el reporte está listo y él se prepara para retirarse.
Mientras baja las escaleras de la agencia, recibe un mensaje de texto. “¿Vas para casa?”, le pregunta su novia. El responde que no y le cuenta su plan. “Mejor andá directo para allá”, dice el siguiente texto de Irina. “No me siento bien”, se despide. Lorenzutti acata el pedido y maneja hacia su departamento. Decide parar en el camino y comprarle flores. Imagina que la harán sentirse mejor de la gripe, o el dolor de cabeza, “lo que sea”, piensa él. Al fin llega a su casa temprano y con un inmenso ramo de fresias multicolores. Sube el ascensor. Se mira en el espejo durante el viaje. Mira las flores. Ahora se baja y mete las llaves en la puerta pero la encuentra abierta. Sonríe: Irina debe estar allí. Marcos esconde el ramo detrás de su espalda y entra al departamento sin hacer ruido. Sonríe de nuevo. Cierra la puerta despacio. Respira hondo y camina lentamente hacia el comedor. Sentado en la mesa grande, un hombre de traje gris oscuro y corbata púrpura lo espera con un café caliente. Lorenzutti empieza a temblar y suelta las fresias. Se siente mareado. Mira su reloj: siete y cuarto; 22 de mayo. Sabe que va a morir de amor pero, de algún modo, se siente afortunado: al menos hoy no es domingo.
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