Rengos y mojados

1.

Imaginémoslo: un perro callejero metido en el vagón de un tren en la hora pico de un martes. No cualquier martes, era el primer día real de un invierno que en 2009 ni asomó por la ciudad. Llovía a cántaros y hacían 4 grados. En pleno septiembre. De las ochenta personas que viajaban en ese vagón de la línea Mitre, había un hombre grande, de traje oscuro, muy prolijo, que cada treinta segundos estiraba su piloto marrón sobre sus rodillas para que no se le arrugue. Entre medio, se acomodaba en el asiento para no rozar a la señorita que viajaba a su lado. No era evidente, pero se lo notaba ausente.

Estuvo así durante cuatro estaciones. La joven, en cambio, ni lo miró.

Como suele pasar en Buenos Aires, el tren opera con demoras. No importa la gente que lo toma para viajar al trabajo, ni la que desea llegar a su casa o le urge un hospital, y mucho menos la millonada de subsidios que las empresas propietarias reciben de un Estado siempre tramposo. Con esta premisa, cada vez que esa cadena celeste de latas con asientos llegaba a una estación –tarde- un sin fin de personas luchaba para no quedarse afuera. Era una escena, bajo la lluvia, que se repetía cada diez minutos, parada por parada, como un déjà vu agotador destinado a ser eterno. Los pasajeros que viajaban sentados eran, claramente, los menos perjudicados. Sin embargo, el hombre del piloto marrón no la estaba pasando bien: la señorita a su lado ocupaba más que su propio asiento y lo obligaba a contorsionarse en un pequeño espacio mientras una mujer muy alta, empeñada en permanecer impecable un día lluvioso, le rozaba la cabeza con su cartera mojada. De cualquier modo, el hombre optó por abstraerse y buscó un punto fijo para depositar su atención. Por suerte divisó, a unos metros, a dos niños de unos diez años disputándose un inmenso reloj verde que parecía tener, de lejos y por los gritos de los interesados, poderes sobrenaturales para convertirse en fuego o piedra. “Fuego o piedra, la última moda de los jardines y primarios de Buenos Aires”, le dijo una mujer a otra y el hombre del piloto marrón la escuchó. A los tres segundos, el tren frenó en la siguiente estación.

Entonces pasaron dos cosas extrañas: por quinta vez, nadie se bajó y, a cambio, un perro callejero subió al vagón. Todo un especialista, atravesó un laberinto de piernas y se sentó tranquilo detrás de la última fila de asientos, al lado de esa puerta que se sacude tanto y comunica un furgón con otro. Un murmullo se instaló entre los viajeros. Algunos empezaron a reírse, otros casi se tiran por las ventanas. El hombre del piloto marrón hizo un gesto desteñido. Los niños superpoderosos dejaron de pelear y empezaron a llamar al perrito. Un perrito de tamaño mediano, con orejas largas y el hocico curtido; de pelaje blanco con enormes manchas marrones, completamente sucio y empapado por la lluvia. Usaba una chapita dorada colgada de su cuello, como si en tiempos pasados alguien lo hubiera esperado en casa, con la comida lista y un baño caliente. Al cabo de algunos intentos, los niños se aburrieron y pasaron a otra cosa. El perro, por el contrario, permaneció sentado. Una chica se soltó de su novio para acariciar al animal, no le importó embarrarse. Al perro, mucho menos. Su novio, en cambio, no la volvió a tomar de la mano durante el resto del viaje. Un señor con sombrero elegante intentó alejarse del perro con disimulo. Buscaba la mirada cómplice de alguna dama quejosa mientras daba un paso y luego otro y así hasta tomar distancia del animal. Afuera, la lluvia se estrellaba contra las chapas del tren en gotas gigantes.


2.

El hombre del piloto marrón venía de presentarse a la quinta entrevista de trabajo del mes. Ya se había postulado para administrativo en un laboratorio, vendedor de autopartes en la calle Warnes, y seguridad en un club nocturno. No tenía buen augurio de quedar en alguno, ni expectativas. Después de treinta años de ejercer un alto cargo en la PYME de su familia, había renunciado para viajar por el mundo. Solo. Primero, porque nunca tuvo demasiados amigos, segundo, porque se había consagrado como viudo antes de renunciar. Por eso dejó su trabajo. Porque se le ocurrió que tomar el dinero de su indemnización y yirar por el mundo podría ser el mejor antídoto para su nueva “enfermedad crónica”, como le decía él. Así fue que a sus cincuenta y tres años había vivido en quince países y probado decenas de oficios. Vio todos los atardeceres posibles y lloró ríos eternos de ausencia.

Escribió despedidas mentales y dejó su piel hendida en cada destino. Bebió sol. Se fue con el corazón rengo y volvió exactamente igual: con el anillo de casado en su anular izquierdo y un silencio mutilante. Y sin un peso. Vivía sólo, así que, el hombre del piloto marrón buscaba trabajo ese martes en el que lo agarró la lluvia durante el viaje de regreso a su casa, sentado desde Retiro hasta Cetrángolo, inerte, como dormido. En Colegiales se subió el perro. En Saavedra, uno de esos pibes que se creen que todos en el tren quieren escuchar la música que a ellos les hace hacerse pis encima. Entonces ponen al mango el celular y esperan que el vagón completo salte o aplauda al ritmo de un reggaeton. A esa altura, el vagón estaba relativamente vacío. Pocos pasajeros viajaban parados y ya nadie luchaba por un lugar en el tren. Pasando la estación Florida, el hombre del piloto marrón dejó su asiento y caminó hacia la puerta. Una chica ocupó su lugar y siguió leyendo un libro de Kafka. El perro vio que era momento de moverse. Guardó su lengua roja, seca; sacudió su cabeza roñosa y se puso de pie. Los viajeros lo miraron desconfiados.

El perro dio sus primeros pasos por el pasillo del vagón, siguiendo las pistas de su olfato. Se acercó al chico de la música fuerte y lo miró a los ojos. La mirada expresó el deseo animal de la mayoría de los presentes: silencio. El pibe bajó el volumen y se hizo el estúpido, apoyó su cabeza contra la ventana y se quedó así. El perro siguió andando, como en busca de algo. Comida, sorpresas, cómo saberlo. A cada paso, dejaba su huella estampada en el suelo húmedo y un perfume tóxico. Ser callejero era su carta ganadora: no lo intimidaba ni la gente ni la lluvia. Ese vagón era para él un parque de diversiones abandonado en el que podía probar todos los juegos, gratis. Para eso, ya no necesitaba perros amigos ni una novia que lo consienta. Su vida era un viaje constante hacia ningún lugar o hacia todos los destinos. Esa tarde estaba en el tren de la línea Mitre rodeado de gente desconocida. Caminaba por el pasillo del vagón como sonámbulo. De vez en cuando, algún viajero le acariciaba el lomo pero él seguía despacio, arrastraba una pata trasera. Se paró, de repente, frente a la puerta del vagón, justo cuando el tren llegaba a la estación Cetrángolo. Justo cuando el hombre del piloto marrón se preparaba para bajar. Justo cuando afuera dejaba de llover y volvía la primavera.