Facebook es raro


por Victoria Ginzberg (P/12)

Facebook es raro. Desde hace unos días empezó a circular un mensaje para que el 24 de marzo los usuarios saquen sus fotos de perfil y dejen una silueta como homenaje a los desaparecidos. Como aquel siluetazo de los ’80, pero virtual. En la Argentina, muchos lo saben, es difícil tomar una decisión de ese tipo sin discutir o al menos intercambiar posiciones. Así que surgió –en Facebook, está dicho– una corriente que propuso que, en vez de la figura vacía, se publicaran las fotos de los desaparecidos. Las caras, las historias, los nombres, la vida.

Me pregunté si el asunto se estaba banalizando (que si la silueta sola, que si con la leyenda de “Nunca Más”) o si, por el contrario, nos estábamos tomando demasiado en serio esto de la red social virtual. Hubo mensajes con inquietudes similares. Decían que la discusión debía ser otra y que estaba en otra parte.

Entonces, desde Barracas, mi primo Hugo subió una foto: su mamá, mi mamá y el papá de mi prima Natalia en la playa con un amigo. Y cambié mi foto de perfil. Después, desde Montreal, mi prima subió otra foto: mi mamá y mi abuelo en la casa de Castelar. Y tengo tan pocas fotos de mi abuelo. Y así, de a poco y de repente, el lunes me quedé mirando cómo mi computadora hacía marcha atrás unos cuarenta años y se llenaba de fotos en blanco y negro.

Entonces, desde México, Paula Mónaco Felipe subió las fotos de sus padres. Y Pipi Oberlin le escribió: “¡La verdad que es muy emocionante conocer a los papás de todos! Estuve todo el día colgada en fbk mirando eso. Besotes”. Muchos nos habíamos pasado el día presentándonos o mostrándonos a nuestros padres. Entonces, miré las fotos de mis contactos y vi muchas siluetas.

A algunos les parecía que el vacío expresaba mejor lo que querían decir, pero la mayoría era de personas que no tenían familiares desaparecidos. Con ese gesto decían que estaban con nosotros. Y me sentí acompañada por ellos. Abrazada. Porque hay que recuperar y compartir la historia, las caras, los nombres, pero también hay muchas historias que faltan, muchas caras que no conocemos y muchos nombres cambiados. Hoy hay que ir a la plaza, caminar juntos. Pero Facebook también tiene lo suyo. Es raro.

Finales


llueve con sol, se acaba el mundo

Tetas

Me desarrollé tarde. A los catorce años me vino por primera vez pero yo seguí luciendo como una nena de once durante muchos veranos. Tenía el cuerpo andrógino de un bailarín ruso y tenía todas amigas tetonas, hembras que llenaban corpiños 90, 95; Flavia Mazzittelli, seguro que 100.

Catorce años teníamos y yo no me había dado cuenta que era un machito.
Todavía me perdía en la adrenalina que me inyectaban los infinitos deportes que practicaba en el club River, todos los veranos y todos los fines de semana cuando empezaban las clases. Mi mamá me mandaba ahí porque no tenía con quién dejarme cuando se terminaba el colegio.
No me mandó a un taller de cerámica, a uno de pintura, a aprender danzas o circo. La mujer no pudo estirar su cerebro al más allá de la sensibilidad y resolvió mi destino (el suyo) a base de cuentas y resultados: diez horas, doble turno, vuelve a las 19, yo también, no está sola, la pileta, el sol. Y me hizo socia de River.

Así que yo tenía catorce años y jugaba al voley como una superdotada, al hand ball como una gacela excitada y nadaba a la velocidad de la luz. Tenía más energía que un camión de Speed pero ya nadie de mi familia se preocupaba por eso: había pasado un lustro desde que la doctora Sara se ponía nerviosa porque yo seguía pesando cinco kilos menos de los que me correspondían por mi edad. Me encerraba a solas en su consultorio para que le dijera la verdad de lo que comía día por día, vamos, que tu mamá no nos escucha, no estás comiendo tanto, no? Una estúpida a quien yo le volvía a repetir la misma lista violenta de comida que le había revelado mi mamá: banana pisada con dulce de leche de desayuno, bife de costilla, pan, Nestún, jamón crudo, fideos de almuerzo y no sé cuántos hidratos más. Por suerte, la doctora Sara se calmó cuando aprendió el término hiperactividad y todos me dejaron de romper las pelotas.

Cuando me vino por primera vez, ni me di cuenta. Es más, ahora, que ya pasaron otros catorce años, no estoy tan segura de que me haya venido ESA vez… Lo que sí recuerdo es que a mí solo me importaba ir a la colonia y seguir ganando partidos con mi amiga Carolina Navarro, quien también tenía catorce pero le había venido a los diez y ya paseaba el lomo de una modelo caribeña. Me llevaba dos cabezas, tenía muslos firmes, la cintura marcada y unas tetas tremendas. Ahora que lo pienso, entiendo por qué la miraban fijo algunos tipos cuando caminábamos en malla hacia la Olímpica.

***

Carolina Navarro y yo éramos inseparables. Teníamos envases determinadamente distintos pero había algo que nos hermanaba ante la mirada del resto. Mágicamente, no llamaba la atención que semejante hembrón estuviera todo el tiempo con un fideo amorfo y desteñido como yo. Primero, la destreza en común. Sí: Carolina Navarro y yo éramos las mejores jugadoras de casi todos los juegos. Nosotras dos y Cinthia Ré, la más grande de cinco hermanitos bellísimos que, uno a uno, fueron cayendo en el calendario de la colonia de River.
Carolina Navarro y yo éramos rápidas, fuertes, y lo sabíamos. Casi siempre estábamos juntas en el mismo equipo y no había forma de aplastarnos. También jugábamos al Tinenti. Ese juego que supo llamarse Payanas y que, en las tardes de colonia, durante los noventa, generaba enfrentamientos histéricos entre los chicos del grupo, desparramados en los playones del club. Mi mamá me había cocido las cinco bolsitas con los retazos de una sábana celeste manchada con café y las habíamos rellenado de sal. Pura vanguardia porque, hasta entonces, la onda era llenarlas de arroz. Cuando caí en la colonia con las bolsitas de sal, Carolina Navarro me dio un abrazo largo y una piña en la espalda que coronó el festejo.

Comadres del deporte y sus victorias, esa hembra y esta larva no eran una pareja tan ridícula en River. Porque Carolina Navarro era machona. Yo no, en absoluto, pero ese detalle en ella opacaba la imponencia de su cuerpo tallado por el hombre más baboso del mundo. Hacía que su prematura belleza cayera en la lista de primeras impresiones, a la salud de mis piernas flaquiiiiitas y mis tetas invisibles. Cuando Carolina Navarro desplegaba su camionero interior, ya nadie dudaba de que éramos dos pendejas de catorce años en la peor etapa de la naturaleza femenina. Ella era lógicamente torpe dentro de su metro setenta y pico. Empujaba. Se reía como un fumador de 4370. No sabía hacerse la colita del pelo marrón tan lacio que bordeaba su cabeza. Puteaba como un barrabrava profesional. Y estoy segura que hubiera sido capaz de partirle la cara a cualquier pibito que osara molestarnos. Carolina Navarro tenía un hermano mayor que escuchaba los Redondos y para mí solía caer en cana. Yo intuía que él era su ídolo. Nunca le pregunté pero apuesto a que ella era un poco como él. Nunca fui a su casa pero Carolina Navarro y yo éramos inseparables.

***

Yo no tenía idea de mujeres. Una vez, hicimos un baile en la colonia, y me puse un jardinero cortito, de jean blanco con flores azules, y una remera salmón de Flojos boys. Medias tres cuarto blancas, las de fútbol, y unas zapatillas gigantes, número 38, tal cual calzo hoy. Recién esa tarde me di cuenta que había cierta cuestión que yo no estaba atendiendo. No supe claramente cuál, pero tuve la certeza de que me estaba perdiendo algo cuando terminó ese baile y Leonardo Fuentes ni me sacó a bailar ni me pasó por al lado. Cuando miré a las otras chicas y miré mi jardinero floreado. Llegué a contar cinco compañeros con los que Carolina Navarro bailó Guns and Roses.
Volví a mi casa aturdida. Mi mamá no se dio cuenta. Festejó otro día de trabajo completo conmigo custodiada en la colonia que, ese martes, me había parecido una mierda.
A la mañana siguiente ya me había olvidado.

***

En marzo, cuando arrancaba la escuela y Carolina Navarro desaparecía de mi vida durante los siguientes nueve meses, mis amigas eran quienes ocupaban el rol de femme fatal. Un rol que yo aún no distinguía pero que percibía claramente en mi compañera de verano.
Ahora estábamos en el colegio de monjas, con el uniforme obligatorio. Mi pollera escocesa también es corta, pero no me hace buen culo. Mi camisa blanca es entallada pero no me marca la cintura. Ahora, la que escucha los Redondos soy yo, y no solo sigo pareciendo de doce frente a mis amigas pulposas. Ahora, además, soy rockanrolera. O quiero serlo, entonces me cuelgo pañuelos enrollados en el cuello, y el escudo de Racing cuando jamás fui de la Academia. Y me pongo pantalones Oxford con remeras batic para ir a bailar a La Negra con mi amiga Gabi Fagnilli, que no es del colegio; ella va al Buenos Aires. Y las dos sabemos canciones que María Noel, Yanina, Soledad y Flavia no aprenderían jamás. La que escuchaba “buena música” era yo, pero las que tenían tetas eran ellas. Y, es así, lo lamento, pero hay un momento en la vida de una chica en el cual lo único que importa, lo único que te hace fuerte ante la duda de un canchero que te gusta, aquello que te incita a ir a bailar cuando tenés un grano en el medio de la frente, el arma, el escudo, son tus tetas. Un buen par de pechos tupidos, redondos como dos lunas llenas que asoman sobre el balcón privado pero en ebullición de tu escote. Ay, sí, y ponerte una remera de tu hermano mayor y que se te levante justo en esa parte. Usar una bikini que te las junte en una línea vertical que late al ritmo de tus pasos sobre la arena. Ir a una fiesta con un strapless de cuero negro, un vestidito sin mangas que se sostiene solo sobre tus tetas, bien apretado sobre el cuerpo como si hubieras nacido con él. Y bailar con los brazos en alto, tranquila de que no, no se va a caer, y mirá cómo saltan y se mueven mis tetas de budín de pan mientras cantamos una que sabemos todos.

***

Llegué del colegio. Son las dos y media de la tarde. En mi casa no hay nadie, mi mamá está trabajando, igual que mi papá. Mi hermana me lleva casi seis años y, en este momento de nuestras vidas, me odia, no me da ni pelota.
Estoy preocupada. Mientras me caliento la comida, pienso en el fin de semana. En el sábado pasado que jamás voy a olvidar. En la reveladora imagen que me devolvió el espejo de esa ventana del 107, cuando volvía de River. La sombra de mi cuerpo diagramado sobre el vidrio transparente: mi cuello largo, estirado; los trapecios de mi espalda tensos; y un brazo en alto, agarrado del caño del bondi. Entonces me vi. Mi bíceps era el de un boxeador experimentado, Mike Tyson, un levantador de pesas. Por un segundo me reconocí en el cuerpo de una nadadora hermafrodita, en la masa de músculos de un fanático del gimnasio. No era una chica. Y me quise morir.

***

Leí en un horóscopo las chicas de Leo florecen después de los veinte y casi me agarra un infarto. ¿Cómo que después de los veinte? No puede ser. ¡Falta un montón! Entré en una desesperación demoledora. Me corrí el pelo de la cara y sentí mi frente transpirada. Los veinte, para mí, eran como los cincuenta. No sabía a quién contarle… ¡Tengo 17 y la vida es ya! No podía seguir esperando. Odiaba esa sentencia pero, la verdad, hasta el momento, no había encontrado otra explicación para mi desarrollo estancado que ser de Leo. Porque, si bien me di cuenta tarde, hacía años que yo venía en desventaja del resto de mis amigas, desdoblando más simpatía que sexualidad mientras me enamoraba de varios. Los veinte me parecían una eternidad y cumplir años el 30 de julio se sumó, ese mismo día, al inventario de culpas que, más tarde, le fui a cobrar a mi mamá.

Y de repente, cuando tenía 18, amanecí crecida. Me desperté con un cuerpo distinto. Con las curvas de una mujercita en la periferia de mi cintura. Con las piernas espigadas, femeninas, y un culito que prometía. No me habían salido las tetas de Flavia Mazzitelli pero, finalmente, gozaba de un diámetro digno en mi delantera. Un sueño, una condena, cómo saberlo tan temprano. Un milagro que yo ya no esperaba me dibujó una sonrisa y más secretos en ese cuerpo andrógino que casi había aceptado. Me fui a bañar y me quedé en bolas durante veinte minutos frente al espejo. Me paré sobre el videt y me observé centímetro por centímetro. El vapor del agua caliente le regalaba densidad a la imagen que se imponía hasta en los azulejos del baño. Y supe que nunca antes había visto a una mujer.

***

Todavía no me crecieron las tetas tanto como quisiera pero yo me inventé un discurso. Digo que las quiero así como son, humildes pero con buen diseño. Y me hago la canchera porque sé que las tengo redondas y paradas. Y mis amigas se ríen y los hombres no entienden y yo pienso en mi hermana… Una reina, una madre de 32 años que con un metro y medio de altura y una fachada más chata que una tapa contra el piso fue al médico para operarse y le dijo al cirujano póngame lo máximo que se pueda poner. Y así fue.

No te olvidaré

Me quiero poner una flor roja en la cabeza, enganchármela bien fuerte en el pelo como si fuera una española, una bailarina de flamenco. O una chica que se enamoró en invierno. El pelo me lo ato así, formando un rodete bastante desprolijo, y voy a clavar la flor sobre el nudo, sobre este puñado redondo de pelos, atrás, arriba de mi cabeza.

Horrible, me queda.

No se nota, pero yo sé que esa era tu casa del árbol. Con la ventanita del tamaño justo y con esa alfombra improvisada, una colchoneta inflable amarilla y azul. Estamos muertos de risa. Vos te agarrás del techito con una mano, y con la otra me rodeás el cuello. Mi pelo está desparramado sobre tus rodillas, sucio, porque no nos gustaba bañarnos. ¿Te acordás cómo nos reímos esa tarde mientras traficábamos unas fotos de tu prima entre los chicos de la cuadra? Fotos por discos y fotos por flores. ¿Te acordás cuántas flores metí en tu casa del árbol en un solo domingo? Yo conté treinta y siete.

Tu sonrisa estalla en la foto. La mía no se ve porque justo agaché la cabeza cuando se disparó el flash automático. ¡Me acuerdo porque no pude evitarlo! Otra tarde en la que me doblé de tanto reírme… Vos y tus extrañas formas de contar anécdotas. Vos y tus imitaciones. Siempre fui tu fan y esa tarde, llorando de risa sobre esa colchoneta mugrienta, me deshice justo cuando salió el flash.

Pero, de algún modo, se nota cuánto me estoy riendo. Estoy echada sobre tus piernas, desprolija. No se ve mi cara pero tengo una mano sobre tu pecho como diciéndote ¡basta, basta! Y tengo esa flor roja en la cabeza. La única que quedaba de ese domingo. Me la diste como premio por haberle robado la cámara a tu viejo. Tengo este recuerdo patente: le mordiste el tallito para darle el tamaño justo. Me sacudiste todo el pelo, tan bruto como eras, me corriste una parte detrás de la oreja, y me enganchaste esa flor.

Cualquiera




Voy a un taller literario con un Puma (...)

20 minutos

La chica quiere pero no se anima. Está sentada frente a su PC, releyendo el mail una y otra vez. Piensa que no hay nada mejor que cortar las horas de trabajo con buenas charlas cibernéticas. Esa conversación la empezó ella después de siete días de ningún contacto. Ahora mira el reloj.

Todavía le queda media tarde de analizar encuestas, pero no se preocupa porque ella es muy buena para dedicarse a más de dos o tres tareas a la vez: elaborar un informe, actualizar la base de datos y charlar por Internet, por ejemplo. Estira su mano derecha hacia el mouse, hace click en Enviados y es su propio correo el que vuelve a leer. Sonríe. Cree que estuvo bien, pero esa convicción le dura lo mismo que la sonrisa espontánea. Pasó una semana desde la última vez que se vieron, aquel jueves, tan temprano. Fue un encuentro cósmico como cada desayuno, y, como siempre, se autodestruyó apenas él cruzó la puerta del edificio. El pacto era así y ninguno quería cambiarlo. Al principio, por la inexplicable certeza de que alcanzaba con estar compartiendo algo puro y emocionante durante una mañana completa. Después de seis meses, porque mejor así…

La chica mandó el segundo mail de la reciente charla con él hace 20 minutos, y su Bandeja de entrada todavía tiene los mismos 249 mensajes. Se está por morder las uñas pero no lo hace. A cambio, se suena los dedos de su mano izquierda. Todos. Crac crac crac crac crac crac. Uno por uno. Se siente una estúpida: ella, que a sus 29 años se cree tan centrada. Ella que nunca se arrebata ante las imprecisiones de un hombre que le gusta. Ahora busca distraerse leyendo recetas de postres por Internet, con la esperanza de volver a Yahoo! y encontrar la respuesta que espera. Ella quiere escribirle de nuevo pero no se anima.

-Toc, toc. ¿Podés chatear?
-Sí. ¿Qué pasa, amiga?
-20 minutos ¿es mucho o poco?
-Depende. ¿Adónde llegás tarde esta vez?
-No me contestó.
-Ah. ¿Un mail? Quizás está trabajando y no puede. O hablando por teléfono. O en el baño.
-Se supone que esas hipótesis no están alcanzando si una chica lógica como yo te hace una pregunta tan idiota: nena, yo nunca me pongo nerviosa por estas cosas, pero ahora… No sé qué me pasa.
-Escribile de nuevo.
-Estás loca. Mirá a quién le vengo a contar... A la mujer que más impulsos tiene por minuto.

-Es que vos te hacés preguntas… ¿Cuántas de esas dudas extrañas tenés? Decímelo.
-¡Vos decime!
-¿Qué cosa?
-Si 20 minutos es mucho o poco.
-En 20 minutos podés llegar de Villa Urquiza a Retiro en tren, o demorarte en bajar cuando te tocan el timbre.
-Ok. Es mucho. Gracias, licenciada.
-De nada. Cuando guste.

Y se queda pensando… La chica escribe una lista mental de todas las cosas que podría hacer en 20 minutos para calcular si, finalmente, es mucho o poco tiempo. Es un método que suele aplicar para controlar su ansiedad, pero jamás lo había usado para medir algo así. Era cierto: a ella nunca la desesperaban estas cuestiones del amor. Ni por mail, ni por texto, ni por teléfono. Pero ahora…

-Che, si le mando otro mail, gracioso, ponele... ¿quedo muy desesperada?
-Si de verdad tenés ganas, mandalo.
-¿Podrías hacerme una sugerencia menos hippie?
-Vos tenés el espíritu más hippie que conozco, amiga.
-No me funciona para estas cosas. Vos me das respuesta de manual de autoayuda y yo, hoy, me siento de 15 años.
-Qué linda.
-Qué zorra.

La chica se levanta de su escritorio y baja a fumar un cigarrillo a la puerta. Los cinco minutos que le lleva esa tarea son mágicos: a ella le encanta observar cómo late el Microcentro cuando el sol se va alejando. Aplasta la colilla contra el suelo y, como siempre, se dice: “ya lo voy a dejar”. Sube a la oficina. Una ventana del chat titila, naranja, en su monitor.

-Hablame que estoy aburridaaaaaa No entra nadie a este local…
-Pero esto me dice que estás ocupada. Que no te interrumpa.
-Haceme caso a mí, por favor, no al chat.
-¡No puedo hacer nada! Me odio. Creí que tenía todo bajo control y resulta que no soporto que el tipo no me responda un mísero mail. Dígame, licenciada ¿qué tengo? No, mejor no. Dígame solo si es grave…
-En teoría, no. Bienvenida a las universales dudas femeninas. Todas de la categoría de: “¿Me pongo pollera o pantalón?”, “¿Dos de azúcar o tres?”, “¿Me llevo los verdes o los azules?” Hay miles…
-Tengo un par de esas, pero la de “¿Le escribo o no le escribo?” me parece patética. Sabe una cosa, licenciada. Tengo ganas de confiarle un descargo secreto.
-Oh oh, se viene…
-En serio. Me gustaría hablarle de un deseo profundo que me va a hacer explotar.
-No, amiga, ¡por favor!

-Déjeme que le explique.
-¿Pero qué le querés decir?
-¡A él no, licenciada! A Dios-Sananda-Mahoma-Buda- Mazinger Z.
-Escupa.
-En el fondo de mí, les deseo dos cosas a los tipos. A todos los hombres del mundo: ojalá que al menos una vez en la vida, una puta vez, se encuentren ellos dudando histéricos de responder o no responder; de decirle A o B. Que sufran la espina de aquel mail que aún no llega con lindas palabras, y que, mientras esperan, ahogados, elaboren cálculos kilométricos que le indiquen cuán estúpido fue lo que ellos escribieron y ahora cómo la arreglo. Que golpeen su puño contra la mesa, que se pasen las manos nerviosas por el pelo, de la incertidumbre, del castigo. Y, sobre todo, licenciada, sobre todo, ojalá que al menos por diez minutos, solo diez minutos, sientan vergüenza tortuosa de sí mismos. Vergüenza de no poder dejar de hacer click en el botón Refrescar de Yahoo!. La segunda cosa es que se depilen con cera.
-Asesina...
-Boluda, me respondió!


Poetas

Me subí al 133 para venir al laburo. Buena onda ese bondi (el 114, no) me deja en la puerta del subte: no camino cinco cuadras al pedo y con este calor. 133, uno de noventa, le presto 10 centavos a una vieja, me toca el pelo y dice gracias. Noventa, boleto, y avanzo por el pasillo comiendo almohaditas de avena rellenas con avellana. Me paro atrás de un chico lindo, obvio. Tiene el pelo rubio ceniza oscuro, corto y enmarañado. Lleva una remera negra de una banda de rock que no llego a leer, un jean que le calza justo y un bolso cruzado. En su brazo derecho tiene un tatuaje que pienso robarle: un pentagrama con unas notas le da vuelta el bracito muy cerca del codo.

Se paró el travesti que tenía yo en frente, me siento en su asiento, atrás del chico lindo. Sigo comiendo almohaditas hasta que termino la bolsa. Me pongo tapaojeras y recuerdo una parte de lo que soñé anoche: un mail de mi jefe Axel, muy mal redactado, en el que me decía que había escuchado que no me sentía motivada, que entendía todo lo que me pasaba y que allí estaban él y todos para escucharme y para que yo pudiera decir lo que se me diera la gana porque así son los equipos. Me decía eso y me llamaba "Lu". Pocas –poquísimas- veces me llama así.

El chico lindo tiene una nuca muy sexy, varonil. Y un colgante que le veo solo de atrás. Da algunos cabezazos, ojalá que me busque. Cabildo y Nahuel Huapi, me paro, cinco pasos y toco el timbre. Atrás mío vienen cuatro personas y el chico lindo. Me bajo del bondi haciendo un mini flesh (paso de danzas que me encanta, es como saltar un charco) y me voy hasta el subte pensando en todos los zapatos que quiero comprarme y en las gotas de Marta (terapeuta), que me quedan pocas. A dos metros, el subte. Estoy por bajar. Me tocan el hombro. Giro y veo al chico lindo. Hola, disculpame que te moleste, tengo esto para vos. Me dio un papelito de cinco centímetros enrollado como un pergamino. Me quedé dura pero lo agarré. Es un poema viajero para vos, decía en un costado del rollito. Lo miré y le dije sin leerlo gracias, qué lindo. Sonrió y le sonreí. Se fue y me fui. Lo leí en el subte, camino al trabajo.


Raíz esmeralda rica
encendida al alba
El aroma entibia los huesos
y los árboles no logran dormir
En camino, viendo nada
y encontrando
lo suave de lo oscuro.
Lo cierto que es lo intenso.



Abajo puso su mail. Se llama como mi primer novio.

Domingos



-1-



Nadie hace mejores nudos de corbata que Marcos Lorenzutti. En uno, dos, tres pasos -sin margen de error-, garabatea un lazo impecable. Lo hace perfectamente desde aquel domingo por la mañana en el que iba a recibir su Primera Comunión, en la Iglesia Santa Rita: Lorenzuttti tenía diez años y acababa de descubrir su mayor talento. Ahora, a un día de haber cumplido 33, Marcos Lorenzutti se para frente al espejo oculto en su placard y, con sus delicadas manos, despliega su gracia sobre su corbata púrpura. En uno, dos, tres pasos se observa impecable en su traje gris oscuro. Lo usa de lunes a viernes, de 12 a 19, y es casi una insignia. En la agencia, ese es el uniforme.

A Marcos Lorenzutti le entretiene su trabajo. Después de cinco años, todavía encuentra algo misterioso en aquella faena casi clandestina. Entró a la empresa de casualidad: un aviso del diario pedía hombres serios, empáticos y con experiencia en atención al cliente que residieran en zona sur. Lorenzutti siempre vivió en Quilmes. Luego de 14 meses ingresando facturas en la administración de una concesionaria de autos, no dudó en presentarse. Al día siguiente, era el primero de la fila de postulantes. Hacía frío. A las nueve de la mañana, una hora y media después de esperar, lo entrevistaron. Una mujer madura, alta y refinada lo recibió en su oficina. Marcos caminó cuatro pasos hasta el escritorio. Se distrajo con el perfume denso del lugar y con el pelo rojo, lacio y corto de la dama. Disimuló. Respiró. Y le extendió su mano: “Buenos días”, la saludó. Y se sentó frente a ella. La mujer sonrió levemente pero no dijo nada.

Nunca tuvo nervios en las entrevistas laborales pero, esta vez, Marcos Lorenzutti los sentía recorrer claramente por sus venas: creía estar en desventaja por no saber exactamente de qué se trataba el puesto. Como si le hubiera leído la mente, la mujer comenzó a darle pistas. “Este es un trabajo especial, muy solitario, para nada metódico”, le adelantó. Y dijo que la base era el trato con la gente y la predisposición a escuchar. Que había que visitar algunas personas por día y nada más. Que tendría jornadas más duras que otras pero que, en general, todos los casos eran similares. Marcos la seguía sin entender bien, pero no lo demostraba. La mujer hizo una pausa breve, guardó el pelo rojo furioso detrás de su oreja derecha y le dijo, firme: “Esto no es para cualquiera”. Y le preguntó a qué se dedicaba. Lorenzutti estaba tan entusiasmado que detalló sus tareas en la concesionaria de autos con obstinada precisión. Hablaba pausado, tranquilo, y movía sus manos a tiempo, como si estuviera contando una gran historia. Exageró lo justo la parte del trato con terceros: compañeros, proveedores, y consumidores ofendidos por algún error administrativo, y recordó con aires de satisfacción lo feliz que había terminado aquella discusión con un cliente verdaderamente irritado que no había recibido su descuento en promoción. Después dijo que vivía en Quilmes. Y sonrió. La mujer permaneció atenta durante todo el relato. Observó sus gestos, midió su tono apacible y su distancia correcta. Inesperadamente, le preguntó si estaba en pareja. Lorenzutti, descolocado, respondió que no. “¿Desde hace cuánto?”, siguió ella. “Un año y medio”, dijo él. “¿Ella lo dejó?”, quiso saber. “Sí”, confesó él. “Perfecto”, sentenció la mujer. La entrevista duró cuarenta minutos más. Marcos se enteró con detalles de qué se trataba el empleo. Jamás se imaginó capaz de llevarlo a cabo pero, mientras escuchaba a la dama de pelo rojo, se tenía cada vez más fe. No hizo demasiadas preguntas. La mujer fue muy clara aunque le prometió una capacitación. Y a las 10. 30 de la mañana, Marcos Lorenzutti salía de su nuevo empleo, directo al correo, a mandar su telegrama de renuncia a la inefable concesionaria de autos. Afuera todavía hacía frío y un hombre caminaba hacia la fila de candidatos para avisarles que el puesto ya estaba cubierto.





-2-



A Marcos no le entusiasma cumplir años aunque jamás se niega a los festejos que le organiza su novia. Amaneció cansado esa mañana pero no le importó. La noche anterior había sido casi eterna, y la jornada de trabajo a cumplir era sorpresivamente corta. Cuarenta minutos antes del mediodía y Marcos Lorenzutti hace un último chequeo frente al espejo. Le imprime un beso a la frente dormida de Irina y sale a cumplir su primera y última tarea del día. Sube a su modesto auto y arranca.

En el camino, piensa en los tres deseos que pidió este año. No está seguro de que se cumplan pero, igualmente, hizo el intento. Y se vio de nuevo cerrando los ojos frente a la torta pomposa, a oscuras, abrumado por los gritos de sus siete amigos y los templados aplausos de su novia. A las diez y media de la noche anterior, Marcos Lorenzutti soplaba 33 velas amarillas. Sus siete amigos le tocaron el timbre a las diez y juntos se pasaron las horas de luna bebiendo Malbec y picando las delicias que Irina había cocinado. Después de cortar la torta, ellos -los siete- le dieron el regalo: un par de zapatos azules “para que use con el elegante traje de trabajo”. Irina le obsequió un álbum de fotos casero de sus mejores momentos juntos. Cuando se lo entregó, casi llora pero Marcos no lo registró. Estaba realmente emocionado. Sin embargo, a la madrugada, cuando Irina y él se quedaron solos, algo le hizo sentir que las cosas entre ellos estaban raras. Ninguno lo dijo. Ella se durmió angustiada, intentando parecer bella, y él cerró sus ojos rumeando preocupación. Era otoño. Llovió hasta la madrugada. 

                                                                                -3-

En diez minutos comienza su tarea. Marcos está listo, Lucio Garzone, no. El ingeniero industrial no sabe –no tiene la menor idea- cómo va a devenir su día. Alrededor de las doce, cuando crea que caminará tranquilo hasta el garage donde guarda su auto, cuando calcule que se subirá y emprenderá viaje hacia su estudio mientras se pasa quince minutos haciendo zapping en la radio; justo cuando Lucio Garzone crea que hará lo de todos los jueves al mediodía, Marcos Lorenzutti habrá cambiado sus planes.

-“Disculpe, Garzone, ¿no?”, lo interviene. -“Sí, y ¿usted es?”, le responde sorprendido. -“Tengo que hablarle ahora. Es importante”, le advierte Marcos. -“No puedo. Me esperan, pero dígame en qué lo puedo ayudar.” Lucio Garzone tiene 37 años y un ego muy amplio. Mira, canchero, a Lorenzutti en su impecable traje gris, y esa corbata púrpura que lo hace tan elegante como mafioso. El ingeniero cree haberse cruzado con un fanático capaz de perseguirlo para contratar su servicio, su mente creativa tan bien cotizada, para levantar un nuevo y monstruoso emprendimiento. -“Tengo un mensaje urgente para usted, Garzone. Deje su auto aquí y vamos a tomar un café”, dice Marcos. “Le aseguro que será rápido”, le promete. El ingeniero acepta para sacárselo de encima. Cruzan la calle juntos. Se sientan en el bar de la esquina de Armenia y Nicaragua. El mozo les trae, sin preguntar, un cortado y una lágrima. -“Dígame pronto qué pasa porque estoy apurado. Después puede seguir el tema con mi secretaria”, se adelanta Garzone. Luego saca su Blackberry del bolsillo. Marcos se lo tapa con la mano y lo mira fijo a los ojos. Hace silencio. El ingeniero no entiende. -“Miranda se fue de su casa”, dispara Lorenzutti.

-¿Qué? ¿De qué habla? -No quiere verlo nunca más. Hace media hora una mudadora retiró sus pertenencias de la casa que comparten, sigue Marcos. -¿Quién es usted? Marcos bebe el cortado. -¡¿Quién es usted?!
-Soy el encargado de darle este mensaje: su matrimonio terminó, Garzone. El ingeniero se pone tenso pero en el fondo, no le cree. ¿Qué mujer lo dejaría? ¿Por quién más?, se repite por dentro. Nunca pensó que Miranda sería la primera. El la había engañado decenas de veces pero ella no lo sabía. Pocas veces le prestaba atención y compartía sus intereses sólo cuando a él le convenía. Así y todo, hacía tres años que el ingeniero creía tener su matrimonio bajo control disfrazado de joyas brillantes y cenas caras. “¿Por qué debería creerle?”, le dice a Marcos. Con aires de grandeza, se lo dice.

-Su esposa me contrató para que se lo dijera por ella. Este es un servicio muy exclusivo del que pocos hablan. Me pagó para que le avise que desde hoy usted vive solo, ingeniero. Y para que le devuelva estas llaves. Marcos deja el manojo sobre la mesa de bar, se para y se va. Garzone se queda solo. Mudo. Con su lágrima fría.

Después de cinco años en este trabajo, Lorenzutti no se conmueve con nada. Este había sido uno de los tantos casos en los que el cliente -Miranda- había pagado el mínimo servicio de la agencia: dejar a su pareja por ella, sin preámbulos, ni explicaciones, ni contención alguna. Sin calcular la hora del día, ni posibles detalles, ni pañuelos descartables. Por su experiencia, Marcos entendía que se trataba de clientes muy dolidos, emocionalmente agotados, y de “dejados” bastante miserables. Tanto como para que quienes accedan al servicio no elijan pagar una tarifa un poco más completa, como la que contrató un joven escritor de historietas. El muchacho solicitó que por favor emborrachen a su novia para darle la noticia. Así que, Lorenzutti fue a buscar a “la dejada” con una botella de Jack Daniels que ella acabó en dos horas, al ritmo de su tormento.

La agencia ofrece variedad y sus empleados están preparados para todo. Pero dejar a alguien podía ser uno de tantos ítems del contrato, según el grado de enojo que tenga el cliente. O el grado de compasión. Algunos sufren profundamente al tomar esa decisión y se sienten mucho más cretinos por no tener el valor de hacerlo ellos mismos. Otros quieren que “el dejado” sufra lo mismo que ellos padecieron por su culpa. Y unos pocos quieren separarse, no asesinar a su pareja. Tal como lo pidió explícitamente esa señora tan gentil de Caballito. Delia quiso dejar a su esposo después de treinta años de casados pero no se animó a hacerlo sola. Una amiga le contó de la agencia y una tarde, sin pensarlo, Delia llamó. Marcos –otra vez él- fue el encargado de concretar su pedido. Todavía recuerda la planilla de datos que muy fehacientemente rogaba por la salud emocional y física del marido. Así que Lorenzutti visitó a Héctor, en su taller, a las cuatro de la tarde, justo antes de la siesta. Golpeó la puerta y se presentó muy cordialmente. Tal es así, que Héctor no dudó en hacerlo pasar. Estuvo hablando con él durante media hora, del taller, de los cuadros, de cualquier cosa. Hasta que Marcos –un profesional- se dio cuenta que era el momento indicado. Con mucho tacto, sentó al pintor en un sillón cómodo y le explicó el deseo de Delia. Lorenzutti nunca va a olvidarse lo mal que se puso ese hombre y la dedicación que él sumó a su tarea. A pedido de la clienta, se quedó con Héctor durante una hora más, respondiendo sus dudas y escuchándolo llorar. Recién cuando lo notó más tranquilo, lo acompañó hasta lo de su hermano y se fue. Delia había pensado en todo. O en casi todo. El único detalle fue que era domingo y, para Marcos, dejar a alguien ese día de la semana debería estar prohibido por la Constitución Nacional.

                                                                             -4-

Ahora vuelve a la agencia para hacer el reporte. Mientras maneja, registra que los últimos servicios habían sido contratados por mujeres, dato nuevo para lo que históricamente marcaban las estadísticas. En la oficina, se encuentra con cuatro de sus cinco compañeros, todos de uniforme. Comparten brevemente sus casos y como siempre, todos le halagan el nudo de su corbata. “¡Uno, dos, tres!”, le grita uno de lejos, mientras hace el gesto sobre su cuello. Lorenzutti agradece y los saluda agitando su brazo bien alto. Los cuatro se ríen. Marcos también. Está de buen humor: piensa ir a buscar a Irina al trabajo e invitarla a tomar un café antes de llevarla al cine. Hace tiempo que no pasan una tarde juntos.

Firma, hora y fecha completas: el reporte está listo y él se prepara para retirarse.

Mientras baja las escaleras de la agencia, recibe un mensaje de texto. “¿Vas para casa?”, le pregunta su novia. El responde que no y le cuenta su plan. “Mejor andá directo para allá”, dice el siguiente texto de Irina. “No me siento bien”, se despide. Lorenzutti acata el pedido y maneja hacia su departamento. Decide parar en el camino y comprarle flores. Imagina que la harán sentirse mejor de la gripe, o el dolor de cabeza, “lo que sea”, piensa él. Al fin llega a su casa temprano y con un inmenso ramo de fresias multicolores. Sube el ascensor. Se mira en el espejo durante el viaje. Mira las flores. Ahora se baja y mete las llaves en la puerta pero la encuentra abierta. Sonríe: Irina debe estar allí. Marcos esconde el ramo detrás de su espalda y entra al departamento sin hacer ruido. Sonríe de nuevo. Cierra la puerta despacio. Respira hondo y camina lentamente hacia el comedor. Sentado en la mesa grande, un hombre de traje gris oscuro y corbata púrpura lo espera con un café caliente. Lorenzutti empieza a temblar y suelta las fresias. Se siente mareado. Mira su reloj: siete y cuarto; 22 de mayo. Sabe que va a morir de amor pero, de algún modo, se siente afortunado: al menos hoy no es domingo.




Rengos y mojados

1.

Imaginémoslo: un perro callejero metido en el vagón de un tren en la hora pico de un martes. No cualquier martes, era el primer día real de un invierno que en 2009 ni asomó por la ciudad. Llovía a cántaros y hacían 4 grados. En pleno septiembre. De las ochenta personas que viajaban en ese vagón de la línea Mitre, había un hombre grande, de traje oscuro, muy prolijo, que cada treinta segundos estiraba su piloto marrón sobre sus rodillas para que no se le arrugue. Entre medio, se acomodaba en el asiento para no rozar a la señorita que viajaba a su lado. No era evidente, pero se lo notaba ausente.

Estuvo así durante cuatro estaciones. La joven, en cambio, ni lo miró.

Como suele pasar en Buenos Aires, el tren opera con demoras. No importa la gente que lo toma para viajar al trabajo, ni la que desea llegar a su casa o le urge un hospital, y mucho menos la millonada de subsidios que las empresas propietarias reciben de un Estado siempre tramposo. Con esta premisa, cada vez que esa cadena celeste de latas con asientos llegaba a una estación –tarde- un sin fin de personas luchaba para no quedarse afuera. Era una escena, bajo la lluvia, que se repetía cada diez minutos, parada por parada, como un déjà vu agotador destinado a ser eterno. Los pasajeros que viajaban sentados eran, claramente, los menos perjudicados. Sin embargo, el hombre del piloto marrón no la estaba pasando bien: la señorita a su lado ocupaba más que su propio asiento y lo obligaba a contorsionarse en un pequeño espacio mientras una mujer muy alta, empeñada en permanecer impecable un día lluvioso, le rozaba la cabeza con su cartera mojada. De cualquier modo, el hombre optó por abstraerse y buscó un punto fijo para depositar su atención. Por suerte divisó, a unos metros, a dos niños de unos diez años disputándose un inmenso reloj verde que parecía tener, de lejos y por los gritos de los interesados, poderes sobrenaturales para convertirse en fuego o piedra. “Fuego o piedra, la última moda de los jardines y primarios de Buenos Aires”, le dijo una mujer a otra y el hombre del piloto marrón la escuchó. A los tres segundos, el tren frenó en la siguiente estación.

Entonces pasaron dos cosas extrañas: por quinta vez, nadie se bajó y, a cambio, un perro callejero subió al vagón. Todo un especialista, atravesó un laberinto de piernas y se sentó tranquilo detrás de la última fila de asientos, al lado de esa puerta que se sacude tanto y comunica un furgón con otro. Un murmullo se instaló entre los viajeros. Algunos empezaron a reírse, otros casi se tiran por las ventanas. El hombre del piloto marrón hizo un gesto desteñido. Los niños superpoderosos dejaron de pelear y empezaron a llamar al perrito. Un perrito de tamaño mediano, con orejas largas y el hocico curtido; de pelaje blanco con enormes manchas marrones, completamente sucio y empapado por la lluvia. Usaba una chapita dorada colgada de su cuello, como si en tiempos pasados alguien lo hubiera esperado en casa, con la comida lista y un baño caliente. Al cabo de algunos intentos, los niños se aburrieron y pasaron a otra cosa. El perro, por el contrario, permaneció sentado. Una chica se soltó de su novio para acariciar al animal, no le importó embarrarse. Al perro, mucho menos. Su novio, en cambio, no la volvió a tomar de la mano durante el resto del viaje. Un señor con sombrero elegante intentó alejarse del perro con disimulo. Buscaba la mirada cómplice de alguna dama quejosa mientras daba un paso y luego otro y así hasta tomar distancia del animal. Afuera, la lluvia se estrellaba contra las chapas del tren en gotas gigantes.


2.

El hombre del piloto marrón venía de presentarse a la quinta entrevista de trabajo del mes. Ya se había postulado para administrativo en un laboratorio, vendedor de autopartes en la calle Warnes, y seguridad en un club nocturno. No tenía buen augurio de quedar en alguno, ni expectativas. Después de treinta años de ejercer un alto cargo en la PYME de su familia, había renunciado para viajar por el mundo. Solo. Primero, porque nunca tuvo demasiados amigos, segundo, porque se había consagrado como viudo antes de renunciar. Por eso dejó su trabajo. Porque se le ocurrió que tomar el dinero de su indemnización y yirar por el mundo podría ser el mejor antídoto para su nueva “enfermedad crónica”, como le decía él. Así fue que a sus cincuenta y tres años había vivido en quince países y probado decenas de oficios. Vio todos los atardeceres posibles y lloró ríos eternos de ausencia.

Escribió despedidas mentales y dejó su piel hendida en cada destino. Bebió sol. Se fue con el corazón rengo y volvió exactamente igual: con el anillo de casado en su anular izquierdo y un silencio mutilante. Y sin un peso. Vivía sólo, así que, el hombre del piloto marrón buscaba trabajo ese martes en el que lo agarró la lluvia durante el viaje de regreso a su casa, sentado desde Retiro hasta Cetrángolo, inerte, como dormido. En Colegiales se subió el perro. En Saavedra, uno de esos pibes que se creen que todos en el tren quieren escuchar la música que a ellos les hace hacerse pis encima. Entonces ponen al mango el celular y esperan que el vagón completo salte o aplauda al ritmo de un reggaeton. A esa altura, el vagón estaba relativamente vacío. Pocos pasajeros viajaban parados y ya nadie luchaba por un lugar en el tren. Pasando la estación Florida, el hombre del piloto marrón dejó su asiento y caminó hacia la puerta. Una chica ocupó su lugar y siguió leyendo un libro de Kafka. El perro vio que era momento de moverse. Guardó su lengua roja, seca; sacudió su cabeza roñosa y se puso de pie. Los viajeros lo miraron desconfiados.

El perro dio sus primeros pasos por el pasillo del vagón, siguiendo las pistas de su olfato. Se acercó al chico de la música fuerte y lo miró a los ojos. La mirada expresó el deseo animal de la mayoría de los presentes: silencio. El pibe bajó el volumen y se hizo el estúpido, apoyó su cabeza contra la ventana y se quedó así. El perro siguió andando, como en busca de algo. Comida, sorpresas, cómo saberlo. A cada paso, dejaba su huella estampada en el suelo húmedo y un perfume tóxico. Ser callejero era su carta ganadora: no lo intimidaba ni la gente ni la lluvia. Ese vagón era para él un parque de diversiones abandonado en el que podía probar todos los juegos, gratis. Para eso, ya no necesitaba perros amigos ni una novia que lo consienta. Su vida era un viaje constante hacia ningún lugar o hacia todos los destinos. Esa tarde estaba en el tren de la línea Mitre rodeado de gente desconocida. Caminaba por el pasillo del vagón como sonámbulo. De vez en cuando, algún viajero le acariciaba el lomo pero él seguía despacio, arrastraba una pata trasera. Se paró, de repente, frente a la puerta del vagón, justo cuando el tren llegaba a la estación Cetrángolo. Justo cuando el hombre del piloto marrón se preparaba para bajar. Justo cuando afuera dejaba de llover y volvía la primavera.

Clones

Se me rompió el taco del zapato derecho justo antes de bajar a la estación de subte. Era lunes y las seis y media de la tarde. Lo único que evitó que insultara a viva voz fue que al día siguiente era feriado y yo no trabajaba. Me agarré de la baranda y, con cuidado, bajé las escaleras.

Como todas las tardes hábiles, me sumergí en las profundidades del microcentro porteño, en los pasillos de la línea D. Catedral siempre está repleta de gente ansiosa por ganarse un asiento en el vagón que sea. La lucha es despareja pero yo, que compito hace cinco años, ya encontré una forma de aumentar mis posibilidades: reconozco en qué lugar del andén debo esperar para que me caiga de frente la puerta abierta del subte, apenas se frena el tren. Una estrategia geográfica.
Uno a cero: con el taco roto y todo, entré primera al vagón y no me gané un asiento, lo elegí.

A mi derecha se sentó un cura y a mi izquierda, una señora culona. De frente no veía quién viajaba, pues entre ambas filas de asientos se interponía un rebaño de hombres, mujeres y niños que, apretados, también compartían el vagón.
Generalmente, yo leo mientras viajo, sobre todo en el subte. Pero esa vez venía cansada de un día de trabajo agobiante. La voz de mi jefa todavía me zumbaba en la cabeza: “Lucía ¿ya estamos?”. No tenía ganas de leer una historia sino de inventarme la mía propia. Quería pasarme los próximos treinta minutos en ese subte imaginando cómo molía a trompadas a Paola Vasconcelos, gerenta del área de Marketing de una de las tabacaleras más grande del mundo, mi jefa directa. Así estuve durante veinte minutos, arrancándole mechón por mechón, hasta que me distraje mirando la fila de asientos de enfrente. Llegábamos a Scalabrini Ortíz y el vagón estaba mucho más vacío.

Me distraje porque, exactamente delante de mí se sentaban dos chicas completamente iguales que parecían no conocerse, aunque yo no estuviese segura de que no se conocieran: era prácticamente imposible que dos hermanas gemelas no se hubieran visto antes. Porque eso parecían, dos gotas de agua. Dos gotas de agua que no se hablaban y estaban sentadas a un hombre de distancia. Debían tener unos 17 años y el mismo marrón del pelo, color chocolate. Ondulado, rebajado y pasando los hombros. Las dos usaban exactamente el mismo flequillo, una para cada lado. De sus caritas adolescentes sobresalía la misma nariz turca, y los ojos, como almendras, se recortaban delineados. Las dos tenían labios cortitos y la pera larga. Yo no podía creer la sucesión de similitudes físicas entre ellas a tal punto de que -varias veces- revisé no estar con la boca abierta en medio del subte y en hora pico.
Seguí comparándolas y cada vez era peor: vestían la misma ropa y los mismos accesorios pero de diferente estilo.

Mientras una usaba un bolso cruzado color rosa y amarillo pastel, la otra cargaba, también cruzado, uno igual de largo pero todo negro y con estrellitas rojas. Las dos iban escuchando música de mp3. Me arriesgo a decir que la del bolso rosa estaba copada con Sin Bandera, mientras la otra vibraba con Calle 13 o Good Charlotte.
Me puse nerviosa. Empecé a preguntarme si acaso no era posible que todos tuviéramos un clon perdido por ahí. Porque estas chicas podrían no ser dos gemelas que no se llevaran tan bien pero que estuvieran yendo al mismo destino; la casa de una amiga del colegio, tal vez. Eran exactamente iguales pero, por algo, yo tenía dudas… Así, retomé mi antigua teoría de los clones y analicé la posibilidad de que realmente existiera otro igualito a uno en cualquier parte del mundo.

Pero como en el mundo somos tantos se tornaba casi imposible que, periódicamente, alguien se encontrara con su equivalente: uno podría vivir en Palomar y el otro en Sitges, España. ¡Podríamos estar toda la vida sin encontrarnos a nuestro clon! Por algún motivo, sentí pena. Una de las chicas empezó a mandar mensajes de texto, la otra tocaba su mp3 y yo pensé en mi clon. Imaginé cómo sería encontrarla en el subte. Me pregunté si yo misma me daría cuenta o sería imperceptible para mí también que una desconocida y yo fuéramos completamente iguales. Casi me paro a preguntárselo a las chicas: ¿Chicas, ustedes saben?, iba a intimarlas, pero no.

Porque tal vez sea parte de la teoría que dos clones jamás se reconocen aunque el resto de las personas perciban semejante equivalencia, y aunque cada una pudiera reconocer otros dos clones que, claro, tampoco se reconocerían entre sí. Entonces me puse paranoica y revoleé mis ojos hacia los dos costados. Izquierda, derecha, me latía el corazón muy fuerte. Las dos chicas se bajaron en la misma estación pero salieron del subte por puertas distintas. No se hablaron. Yo me puse una mano en el pecho. Faltaba poco para José Hernández y todavía quedaban algunos pasajeros. Éramos alrededor de treinta en ese vagón. No podía calmarme. Desesperada, seguí buscando a mi pandam. Pensé en mi amigo pintor, El Viejo, quien una noche me reveló el secreto de un buen retrato: que el artista descifre en cada rostro aquel único rasgo –ú-ni-co-ras-go- que lo caracteriza. Y dijo que el mío es el temperamento de mis pómulos por esa profundidad que hay entre mis ojos y mi nariz. Me toqué la nariz. Revisé minuciosamente a cada mujer que viajaba conmigo con la esperanza de encontrarla y la certeza de estar perdiendo el tiempo. No tenía pistas. No sabía de nadie que alguna vez lo hubiera logrado. Pero estaba segura de una sola cosa: mi clon jamás usaría tacos.