Yo también adoro a los Clash pero el disco se lo quedó él. Es lo más doloroso que perdí en la repartija de bienes. Y eso que no llegamos a mudarnos juntos. Aunque es cierto que un importante patrimonio de sus CDs vivían en mi discoteca y viceversa.
No tenía ganas de tener un novio. Quería salir con alguien pero quería también sostener eternamente ese estado hibrido entre un amigazo y el mejor amante del mundo. Estirar hasta acalambrarme ese paréntesis de tiempo en el que no hace falta ir al cumpleaños de sus amigos o cenar en la casa de su hermana.
Al final, salimos cinco años.
Fuimos felices. ¿Fuimos felices? Le mandaría un mail ahora mismo y le preguntaría: decime, ¿fuimos felices? Pero no vale la pena. No vale la pena, me lo repito.
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Hacía un frío asesino y María Noel me obligó a acompañarla. Fuimos a ese salón oculto que está en San Telmo, cerca de la estación Piedras del subte E. Yo no tenía motivos para salir un miércoles helado hasta no sé qué hora para ver una banda que jamás había escuchado y que no me tentaba en absoluto. Empezaron a tocar a las doce y media. María Noel y yo estuvimos tomando cerveza desde que entramos, a las diez menos cuarto. Para cuando Arboles Sangrantes salió al escenario yo no podía hacer el cuatro, ni el dos, ni desabrocharme la campera de cuero.
Hasta ese momento no tenía ninguna pista que me obligara a imaginar, en un rapto de aburrimiento o borrachera, que salir ese miércoles por la noche había sido una gran decisión. Varios meses después nos reiríamos juntos de dios, del destino, mientras hacíamos la lista inventada de las otras posibilidades que teníamos de habernos conocido.
El bolichón estaba repleto de gente. La humedad trepaba por las paredes, por los reflectores de luces, por las espaldas. Sentía cómo una gota pesada tallaba rocío sucio desde mi nuca hasta el fin de mis jeans. Tardé veinte minutos en prestarle atención a la banda. Durante todo ese tiempo estuve sumergida en las gotas de otra gente. La transpiración me parecía un hecho artístico: hombres y mujeres rozándose brazos y hombros. Chicas con remeras arremangadas, el pelo mojado pegado sobre sus frentes, no me daban asco. Los amé a todos. Me parecían uno sólo.
María Noel estaba como loca. Cantó todos los temas. El bajista era su novio desde hacía tres meses, estaban en el cenit de la relación: cogían, escuchaban música, y de vez en cuando salían a comer algo. Brillante. Recién cuando tocaron Clampdown empecé a prestarle atención a la banda. Primero miré al novio de María Noel que estaba excitadísimo. Nunca lo habíamos visto en vivo: hacía un slap impecable en el bajo a ritmo sostenido. Parecía poseído por Flea. Es buen músico. Jamás entendí qué lo hacía querer tocar en Arboles Sangrantes…
La banda tocó 32 temas en cuarenta y cinco minutos. Algunas eran canciones suyas y, aparentemente, la única que no las conocía era yo. Ese sí que es un momento incómodo… ni siquiera podía sacudirme. También hicieron un par de covers inolvidables que canté como una desquiciada. Yo sé que sonaban mal pero hubo un momento en el que para mí ya no sonaban: ver a Rubens cantando sobre el escenario me trasladó a otra dimensión. Cuando me mantenía atenta a sus movimientos se paraba la música y flotaba sobre flores calientes de silencio. No aluciné. Tuve esa misma sensación infinidad de veces después, cuando fuimos novios. Porque cuando se despertaba un domingo tempranito, Rubens era involuntariamente sexy y eso era tremendo. Parecía no saber que era el dueño de la virilidad, un hombre-dios. Miles de veces dudé en contárselo, sos infinitamente guapo Rubens, le gritaba con los ojos.
Sobre el escenario, no importaba si su banda desafinaba o tocaba canciones de mierda. Porque me concentraba en cómo Rubens movía la boca, cómo masticaba y escupía sílabas: “Yo! Soy el pa-to-vo-la-dorrrr / que duermeeeee / ooooooooh en tu laguna pe-la-da / ese VIP del pue-bli-to-que es-tu-cuarrr-to / Soldatiiiiiiiiiiiiiii, el fuegoooooo / Ahhhhhhhhhh!”.
Escuchábamos los discos de su banda incluso cuando esa aventura pasó a ser una pausa picante, vacaciones en la ficción del rock under. Rubens se convirtió en fotógrafo. Lo acompañé paso a paso por esa aventura. Hablaban de su talento, de la sensibilidad de sus trabajos. Lo recomendaban de boca en boca, lo llamaban de buenos lugares. Una vez hizo una serie con imágenes mías y ganó un premio importante. Me acuerdo que estuvo una semana rogándome para que lo dejara exponer las fotos. Sufro de timidez, Rubens. Al final acepté. Me lo agradeció sin parar durante meses. Incluso, unas semanas antes de separarnos brindamos por cualquier estupidez y de nuevo me dijo salud a tu timidez crónica recuperada. Su carrera de fotógrafo exitoso era un hecho. Le costaba creer que podía pasarle algo así de grande pero lo disfrutaba muy bien. Rubens siempre fue más sabio que yo.
Hace poco, una amiga me dijo que creyó haber visto esa serie en un museo cool de España. Hebras del sol, era el título.
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Cuando Rubens bajó del escenario le vi el jopo. Era exactamente como el de Elvis. Cualquiera podría pensar que un jopo no tiene nada que hacer en una banda de punk rock pero sobre la frente de Rubens era perfecto. Me lo imaginé desnudo y con su jopo y no pude disimular… María Noel, el cantante, por dios ¿quién es? No me contestó. Salió empujando gente a besar a su novio. Yo me di vuelta y le pedí al de la barra otra cerveza.
No había señal en ese sótano. La gente parecía multiplicarse. No volví a ver a María Noel, tampoco la busqué demasiado. Seguí brindando durante media hora, pensando estupideces, olvidándome que era miércoles hasta que ya nadie me regaló nada más para tomar. Me fui. Las calles parecían una extensión de lo que pasaba adentro pero con más luces y no más música que el ruido de algunos autos. Sólo yo sabía lo ebria que estaba. Tal vez alguien más se dio cuenta cuando trastabillé entre los adoquines, sobre los 10 centímetros de mis botas negras. Y probablemente no haya dejado dudas al abrazar ese tacho verde, brillante y milagroso que me sostuvo mientras vomitaba. Lo habré amado durante diez minutos. Luego me puse perfume y caminé.
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La segunda vez que vi a Rubens fue en su cumpleaños. Habían pasado dos meses del recital en San Telmo y me había olvidado de él. Ahora María Noel nos obligaba a ir a una fiesta en la que iba a tocar Arboles Sangrantes. Yo acepté al instante pero a su prima Mayra tuvimos que convencerla. Llegamos las tres a la medianoche. Otra vez, el galpón explotaba de gente. La banda no estaba tocando. Un DJ pasaba música de los setentas, ochentas y noventas a todo volumen. No nos costó mucho entrar en clima.
Recorrimos el lugar hasta que María Noel nos pidió que la siguiéramos. Ibamos derecho a la barra, donde ella se encontraría con su novio bajista. Esquivamos gente. Fue insoportable. Yo no sé si Rubens era un copado o qué pero esa era la fiesta de cumpleaños con más convocatoria a la que había ido en toda mi vida. Daba un paso y otro y otro, mientras pensaba qué tan buena onda sería Rubens. ¿Vos roncás Rubens? ¿Sabés cocinar? ¿Tenés humor? ¿Vamos a la Luna, Rubens?
Lo vi de lejos. Estaba apoyado en la barra, charlaba con el novio de María Noel. No sé cómo explicarlo pero me puse muy nerviosa. Sin querer empujé a una chica y le volqué un poco de cerveza sobre su remera. Perdoname, no me di cuenta, todo bien, Mayra, ¿tengo los pelos bien? Caminen. Sí, bueno, así, como lo tenés siempre. Faltaba medio metro para llegar a Rubens. Ahora se reía con su amigo. Alcancé a verle los dientes porque eran muy blancos. Estaban perfectamente ordenados. Nada punks. A mí me encantan los dientes lindos. Es una estupidez, pero por algún motivo yo me desintegro cuando un chico tiene la dentadura perfecta, como si la hubiera tallado un maestro orfebre. Mayra lo sabe y se ve que también se los vio porque, como si fuera un mal cómplice, me dio un bruto golpe en la espalda justo cuando estábamos llegando a la barra. Justo cuando Rubens me iba a mirar por primera vez en esta vida. Incapaz de hacer equilibrio, caí sobre una rubia que acababa de saludarlo. Por impulso, me agarré de sus pelos. Ella gritó. La tiré al piso. Yo grité. Salió volando mi cartera. La rubia empezó a manotear partes de mi cuerpo y me rasguñaba. Parecía epiléptica. Yo estaba inmóvil, tengo treinta años, pensé. Estoy enredada con mi campera de cuero y su bolso. ¡Mayra! Grité sin hablar. Todo el mundo nos está mirando…
Todavía siento mucha vergüenza.
Un martes me sonó el teléfono y era Rubens. Para recordarme quién era me describió aquella caída, la rubia, su histeria y cómo me fui a mi casa sin despedirme de nadie.
Al otro día salimos. Una vez más, el miércoles se coronaba como el día perfecto para ir a tomar unos tragos. En el bar pasaban videos de música de los noventas: Nirvana, Pearl Jam, Blur. Las luces estaban bajas. Me senté en frente de Rubens, él pidió las primeras dos pintas tiradas y me sonrió. Había poca gente.
Logramos saltear esas preguntas que siempre se hacen dos que no se conocen: adónde se trabaja, qué se estudia, qué se hace en el tiempo libre, blablabla. Esto me puso de buen humor. Y la noche terminó de transformarse en “de colección” cuando Rubens me empezó a contar sobre su infancia. A veces pasan esas cosas: de repente, uno se encuentra revelando la marca más rancia de tristeza ante una cara completamente ajena. Sentí ternura. Me lo imaginé chiquito, con el pelo negro azulado como ahora, corriendo a su perro, tratando de olvidarse de los gritos de su papá, escondiéndose bajo el delantal de su abuela villana. Entonces saqué mi pluma y firmé: Rubens, yo también te tengo confianza. Cuando era chica, y le conté un secreto que me suele doler en la intimidad.
La segunda vez que salimos lo acompañé a visitar a su papá al neuropsiquiátrico. La tercera vez se quedó a dormir a mi casa. La cuarta pasó a ser quinta y sexta y así juntamos los libros, los discos, las medias y cinco años de nuestras vidas.
Podrían haber sido más, los dos lo sabemos, pero uno de nosotros tuvo que apretar pausa y ambos tuvimos que esperar. Respirar. Hondo.
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Cuando esa tarde abrí tu carta, el regalo, me quedé sorprendida aunque sabía que estabas por escribirme. Pasaron dos meses desde la última vez y ese no era nuestro trato cuando te subiste al avión. Apenas sentí la cajita entre mis manos entendí la demora. ¡El disco se editó hace tan solo dos semanas! Desde ahora, la versión completa que viene con DVD, señores, vive conmigo, en mi casa. Gracias. Ojalá tengas planes para volver pronto así lo vemos mil veces, sin parar, como cuando éramos jóvenes. Y te cuento con tiempo, Malbec mediante, qué pasó, por qué tardé tanto en responder tu carta, en hablarte largo y tendido de este CD.
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