Soñé con el fin del mundo


Soñé con el fin del mundo. Empezaba con una reunión de trabajo. La jefa nos decía que ya no iban a reponer la luz, que íbamos a trabajar desde nuestras casas. ¿Hasta cuándo?, le preguntaba una compañera. Estábamos en una quinta. La jefa ponía cara de angustia y decía: Hasta que se acabe el mundo. Nunca nos dieron el aumento de sueldo, pensaba yo pero no lo decía.
Corte.
Ahora estoy sin mis compañeros y tengo que salir de mi casa -que no parece mi casa- y encontrar a la sociedad antes de que oscurezca. Mi compañía va cambiando. El camino hacia la sociedad es desde adentro de las casas. Entonces yo ando por una terraza y salto a un edificio y entro a un departamento que está ya abandonado, como la mayoría del mundo, y abro puertas. Puertas de entrada, puertas de placares, puertas de balcones no. No tengo miedo porque es de día, un día de un sol grande y amarillo patito. Los espíritus me asustan sólo de noche.
Salgo de una casa, entro en otra, siempre abandonadas pero recientemente abandonadas: limpias, con galletitas en alacenas, toallas en el piso de los baños y comida para perro en recipientes sin terminar. Es de día, ya no funciona la luz pero sí anda el chat de Blackberry.
Ocho me dice que es por ahí. Va lento, Ocho. Yo estoy entusiasmada y voy a su ritmo. Todavía no sentí el miedo, el vértigo, ni siquiera pienso en qué es el fin del mundo: ¿un corte de luz eterno? ¿Una espera interminable por un aumento de sueldo que nunca va a llegar? ¿La muerte del único asesor que entiende a la AFIP? ¿Mucho calor? ¿Mucho frío? ¿Lou Reed tocando con Lady Gaga? ¿Un Tsunami en Olavarría?
En otra oportunidad, Ocho y yo saltamos las terrazas de toda nuestra manzana de Villa Urquiza para revisar los tenders de los vecinos. Quisimos probar que podíamos definir quiénes vivían tan cerca de nuestro PH a partir de la ropa que colgaban con broches. Y pudimos. Ese tour fue de noche pero no tuve miedo. Los espíritus me asustan sólo si estoy sola.
Ya entré y salí de muchas casas y departamentos. Es difícil contabilizar porque el recorrido es muy extraño: se define al tiempo en que me muevo. Y me muevo lento porque esta aventura me gusta. Me gusta revisar casas cosas de día sin fantasmas. Y encima, esta vez, estoy escapando de los edificios, de los departamentos, de los ascensores. Hay escaleras por todos lados. Y es de día. El sol está tan bello. Bello, no lindo. Bello como cuando se mete el arte en algo lindo. Estoy en remera, muy cómoda, no cargo nada más que mi Blackberry pero no la uso. Se ve que todavía no quiero estar desconectada de todo.
Los departamentos son marrones y blancos. Sus paredes, sus muebles, sus cuadros. A mí no me gustan y entonces me apuro, abro otras puertas, no me agito. Aparece un jardín muy verde. Salgo y veo un LCD 46 pulgadas incrustado contra la pared con enredaderas arriba de una pileta modesta. Está conectado a una computadora. Me acerco y abro mis mails. ¡Bienvenido Lucio On The Rocks! La lista de 2.460 correos sin abrir más todos los miles ya leídos se ve ancha y muy negra. Veo gente conectada al Gtalk. ¿Por qué no salieron ya? O sí salieron, y de la desesperación dejaron todo abierto. Ahora pretendo cerrar mi cuenta de mail pero falla la conexión, no puedo hacerlo. ¡No puedo hacerlo y me preocupa dejar todas mis cosas expuestas en 46 pulgadas de una casa que desconozco! F5 - F5 - Recibidos - Enter - Enter. Gmail me mira tildado. Y me voy.
Salto a un camino de maderas rústicas como las papas y atravieso un pasillo al aire libre. Estoy sola. ¡Es el fin del mundo y yo estoy sola! Pero lo pienso sólo dos minutos y sigo porque el sol sigue acá, todavía hay tiempo y casas que atravesar. Camino y no me veo los pies. Me parece que floto. En esta parte hay muchas ventanas. Todas tienen las persianas bajas y eso siempre me puso de mal humor, sobre todo, si son ventanas que dan a la calle. Esas ventanas de casas que dan a la calle. Con rejas y persianas siempre bajas. No lo entiendo. Si tuviera una de esas casas y un comedor o hasta mi cuarto con ventanas sobre Blanco Encalada claramente las dejaría altas. Al menos un rato, mientras estoy cocinando, mientras escucho música fuerte, mientras vivo en mi casa, las persianas van altas.
No hay ruidos. Pájaros, autos, todas las hojas del viento, nada. Pero tampoco hay silencio puro. Mi hermana está con su familia, la justifico. ¿Estará desesperada por ahí cargando dos hijos y dos perros? Siempre que viajo no extraño a nadie más que a mi hermana. Ahora quiero hablar con Genaro. Quiero mirar sus enormes ojos transparentes de siete años a ver si me dicen algo, una pista, qué está pasando y qué va a pasar. Estoy segura, lo sabe. Pero esto que pienso lo olvido pronto. Los pensamientos me duran segundos encima y después se desploman como dientes flojos. Solo sigo atravesando casas. Todavía es de día. La preocupación de no tener certezas sobre mi destino no me perfora la mente por primera vez en mi vida. Es más: ¡me siento feliz! Me siento libre, como dentro de un video juego que desconozco pero al que sé jugar por naturaleza. No hay botón de pausa, sólo el tiempo que marca la luz del día del fin del mundo. ¿Y si dura más días? ¿Si hoy es sólo el comienzo? ¿Importa ahora?
Ahora salto una medianera con mucha facilidad. Y otra más alta, de casi dos metros, también con flamante destreza. Desemboco en otro jardín verde. Es muy verde y tiene terrazas escalonadas de pasto fluorescente. Pero lo más extraño son sus paredes, todas pintadas de azul Francia. Le grito a Ocho ¡vení, Ocho, mirá esto! Pero viene una mujer. Tiene sesenta y dos años, un rodete oscuro de pelo mojado sobre la frente y una bata azulada con ribetes chinos en rojos múltiples. Es la primera persona que cruzo en su casa durante este camino de puertas, medianeras y ventanas. Me paralizo. No sé qué hacer, qué significa. ¿A vos también te gusta mi jardín?, me dice. Le entrego un sí interminable con la cabeza. Lo diseñé yo misma hace añares. Nadie confiaba en que las paredes debían ser de este azul. Así, a las seis y media siete de la tarde, el cielo se funde en este jardín hasta que atardece. ¿Está sola?, le pregunto. Sigue mirando esas paredes. Acá, digo, ¿está sola ahora? La señora abre sus brazos y da un giro completo sobre sus pies. El rodete está horizontal mientras ella da vueltas y vueltas en su pequeña Babilonia. Cuando Ocho está a punto de flashear con el lugar, yo me voy.
La última puerta me lleva a un pasillo de edificio. Es color cremita. Horrible, como el pasillo de una escuela privada del barrio de Belgrano. En el medio hay un ascensor oscuro y otra escalera. Y mi mamá. ¡Mamá! ¡Mamaaaaaaaaaa! Se da vuelta y sube un par de peldaños hasta donde estoy. Me hace un chiste. Mientras le sonrío pienso que esta vez se tiñó bien las canas. Me saco las zapatillas, tomá mamá, usá éstas que no resbalan y podemos caminar pensando en otra cosa. Calzo cinco talles más que ella desde que tengo doce años pero hoy le quedan perfecto. Ella avanza por las escaleras que ahora son de color amarrillo y habla, no sé qué dice. Hoy, ahora es el fin del mundo y me toca a mí -de toda mi familia- acompañar a mi madre para que se encuentre con todos, pienso (¿y quiénes son todos?, pienso). Hace quince años me hubiera parecido un desastre, peor que viajar en ascensor con un jefe carnero. Pero hoy, ahora, me parece un premio. Como cuando ese miércoles grabamos juntas un spot para difundir qué es el TEC en la clínica donde le reconectaron las neuronas después de que el 5 cruzó en rojo, dobló y a toda velocidad la bateó un metro y medio en la esquina de Talcahuano y Tucumán. Suena el teléfono. Es el Chat de mi Blackberry. No pienso, no pienso mirarlo. Todavía el sol pega fuerte. Todavía puedo seguir andando.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Publique