Tengo la heladera vacía. Ya es tarde. Me da miedo ir a la Shell. La de acá cerca. Como si hoy hubieras ido a cenar a lo de Lili. Tanto viaje, pasaste buen tiempo sin verla. Había milanesas de pollo sequitas de la granja con ensalada de zanahoria sola, y la acelga la hirvió, la escurrió, le puso mucho ajo y un chorro de oliva. Está tibia todavía. A las once y media te diste cuenta, se olvidaron del postre. Vos y tu novia. Pasadas las once y media, no se puede llamar a La Nueva Italia. Además, todavía no inventaron los helados para diabéticos. Alguien festeja el chiste. Pero vos te decís que con un poco más de insulina en tu cuerpo te comés uno de palito sin problemas. Entonces caminarían hacia la puerta. Podrían bajar, me hace ruido la panza. Porque me da miedo que vayan tranquilos por Triunvirato derecho seis cuadras, y que yo los vea justo en la puerta de la Shell, que me tenga que morfar que se agarren de la mano derecha y vos, con la izquierda, sacudas esa bolsita de plástico con un Torpedo, un Bombón de Frigor y un Conogol gigante.
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